“Mi nombre es Tareke
Brahne. Huí de Eritrea cuando tenía 17 años, escapando de los militares, la
guerra y una dictadura feroz. Estaba desesperado. Nada me podía parar, ni
siquiera el miedo a morir en el mar. Fui rechazado en un primer intento de
llegar a Italia, pero lo intenté de nuevo, y lo conseguí”. Tareke pudo
contarlo. No así las 850 personas que hace unos días murieron en el
mar tratando de alcanzar el ‘paraíso’ soñado. Según la Agencia de la ONU para los
Refugiados (ACNUR), el Mediterráneo, otrora puente de culturas y forjador de
gran parte de lo que somos en Europa, se ha convertido en un cementerio marino:
casi 3.500 personas perdieron la vida en sus aguas en 2014 (en lo que va de
año, ya son cerca de 1.500). Es la frontera más mortífera, si tenemos en cuenta
que 4.300 personas fallecieron en 2014
en todos los mares del mundo.
Quizá el dramatismo del último
naufragio, por el alto número de muertes, ha motivado que lo que no suele ser noticia
habitual sí ha merecido en esta ocasión un mayor tratamiento informativo y ha
movido a las autoridades comunitarias a mover ficha, siquiera en apariencia.
Porque en éste, como en otros tantos asuntos, la hipocresía y las medias
tintas, en cuanto a soluciones reales y efectivas a adoptar, son la norma.
¿Cuáles son las causas que
están detrás de este drama? En primer lugar, abordemos las estructurales. El
proceso descolonizador de los años 60 del pasado siglo ha dado paso a una nueva
situación neocolonial que tiene su expresión en el Acuerdo de Asociación
Económica suscrito en 2013 por la Unión Europea (UE) y 15 Estados del África
Occidental. Dicho Acuerdo prohíbe expresamente el gravamen de los productos
importados del Viejo Continente, lo que coloca a la agricultura de subsistencia
africana en una situación de difícil competencia con la europea. Ello conduce a
la miseria a miles de campesinos. Por si esto fuera poco, los severísimos
planes de ajuste impuestos a estas naciones del África Subsahariana, a cambio
de la concesión de créditos, obligan a
sus clases dirigentes a la adopción de reformas liberales. Por ello, precisamente
las personas con más empuje, las menos apocadas, se embarcan en la aventura de
la emigración, aun a riesgo de sus propias vidas.
En segundo lugar, las guerras,
directas o indirectas. Tres países, Siria, Libia y Somalia, inmersos en
conflictos sin fin, ostentan el ‘glorioso’ récord de número de ciudadanos que
abandonan su suelo patrio. El conflicto sirio ha producido, hasta el momento,
más de 150.ooo víctimas (un tercio de ellas, civiles) y una cifra de más de
tres millones de refugiados. Estados fallidos como el de Libia y Somalia no se
quedan atrás. Pero si dirigimos nuestra mirada a otros países del área
subsahariana, guerras interminables como las de Mali, Sudán del Sur y República
Centroafricana han dado lugar a más de un millón de personas desplazadas en
cada uno de esos países.
Para calibrar la dimensión de
este tremendo drama humanitario, tomemos el ejemplo de Eritrea, el país de
origen de Tareke Brahne con cuyo testimonio hemos encabezado este artículo.
Según ACNUR, miles de ciudadanos de ese país están saliendo constantemente de
allí, de forma clandestina, para huir del régimen autoritario que soportan. Las
mafias locales transportan a estas personas a Sudán y, desde ese país, otras
mafias las conducen a Libia. Y, entre ellas, niños y niñas. Según estimaciones
de Save the Children, uno de cada cinco emigrantes que llega a la isla de Lampedusa
es menor de edad. Las respuestas de la UE ante este tremendo drama, a través del
Frontex, son de tipo militar, destacando la ‘Operación Tritón’, que prevé un
mayor control de las fronteras.
Un aspecto no menos destacable
de todo este fenómeno, pues, es la
existencia de mafias organizadas. Allí y aquí. Está claro que mientras exista
demanda de personas migrantes, destinadas a ocupar los trabajos ‘sucios’ que
aquí no queremos, seguirá habiendo oferta de travesías clandestinas. Un dato:
en Lampedusa, la mafia siciliana ha encontrado un nuevo nicho de negocio
acogiendo a estas personas migrantes en centros explotados por delegación
estatal. Se sabe que, desde hace años, las licitaciones van a parar a las
mismas manos mafiosas, que extraen pingües beneficios de estos dramas humanos:
30 €/día por persona acogida. El destino de estas personas desesperadas se
repite: mano de obra barata en la agricultura en el caso de los hombres; para
las mujeres, la prostitución.
Cuando redacto estas líneas, se
está desarrollando la cumbre extraordinaria de la UE, urgida a instancias de la
ONU. La solución es difícil, por las continuas diferencias entre los países del sur más
afectados por esta situación, que reclaman una mayor cooperación europea, y los
del norte, que afirman dar mucha ayuda acogiendo a refugiados. Hemos de
presionar para que la UE sitúe este dramático tema en la agenda prioritaria de
los asuntos a resolver definitivamente. Todo con tal de evitar que sigan
muriendo víctimas inocentes.