viernes, 10 de agosto de 2007

INAZARES


(Artículo publicado en La Opinión de Murcia, 7-08-2007)


Llegado el verano, el deseo de dar rienda suelta a nuestro instinto nómada, residuo atávico anclado en nuestros genes, nos lleva a visitar lugares lejanos, supuestos paraísos exóticos. Pero nuestra geografía regional guarda parajes por descubrir a poco más de una hora de nuestra atosigante capital. Y uno de esos rincones es el Noroeste murciano.
En las altas tierras donde se abrazan con Murcia las provincias de Albacete, Jaén y Granada, unos kilómetros más allá de Barranda, siguiendo en dirección a la Puebla de Don Fadrique, a la derecha, una carretera serpenteante, levemente inclinada, nos conduce al caserío de Inazares, situado a 1.350 metros de altitud. “Inazares, rincón típico” reza la indicación de la carretera. Situado junto al Macizo de Revolcadores, el ‘techo’ de la Región con sus 2.015 metros de altitud, le sorprenderá el paisaje de páramos, parecido al de las altas tierras de Castilla, que contemplamos camino al poblado. Encinas y enebros comparten su espacio con álamos, chopos y nogales, allá donde el agua del subsuelo permite su afloración, mientras que la salvia, el romero y otras plantas aromáticas alfombran el paisaje. Perdices, zorros, halcones, jabalíes, buitres, cuervos, águilas…aún se enseñorean de este lugar.

Llegados al caserío, se sorprenderán del trazado de sus tortuosas y angostas calles, legado de la población árabe de frontera que le dio origen. El agua allí, comunal, es cristalina. Se respira la quietud. El tiempo parece haberse detenido. Un cielo azul y un aire absolutamente limpio se alían con una suave temperatura, propiciada por una fresca brisa que mitiga la inclemencia de los rayos solares que aquí, por la altitud en que nos encontramos, inciden inmisericordes. Al caer la noche, descubrirán el espectacular poderío del firmamento estrellado, con la estela de la Vía Láctea, algo impensable en nuestras ciudades aquejadas de contaminación lumínica. Cerca, como vigías del poblado, las enhiestas siluetas de la Sierras del Noroeste murciano, con el Pico de Los Odres, visible al sur. Un camino conduce a Revolcadores, al alcance de los senderistas que quieran cubrir las dos horas y media que les esperan para acariciar el acceso a su cumbre. Otras rutas, como las que conducen al Tornajo y al abandonado cortijo del Tornajico, se ofrecen al visitante, para relax de los sentidos y como poderosa cura antiestrés.

Pero, sobre todo, el encanto de Inazares está en sus gentes. Apacibles, sencillas, acogedoras. En Inazares no hay tiendas, por lo que la imagen del recovero, del panadero y del tendero ambulante es una parte más de su paisaje. Treinta vecinos y vecinas se resisten a abandonar el lugar que les vio nacer. Como Ramón, jubilado, próximo a los setenta, siempre dispuesto a la conversación con el que llega. Como Ángel, ex emigrado a Mallorca, al que conocí hace años, y a quien la enfermedad cardiaca ha obligado a buscar refugio más cerca de los suyos, pero que, muy a su pesar, ha abandonado ahora el que fue su lugar de nacimiento y luego de descanso. Como José, el patrón del restaurante ‘El Nogal’, siempre con una broma y una sonrisa en sus labios, y con una simpatía y candor que cautivan al forastero. Como su mujer, Mercedes, atenta a los fogones de su casa-restaurante, para complacer, con unos precios muy generosos, al visitante. Y su hijos Prudencio, siempre solícito tras la barra y en las mesas, y Nicolás, el alcalde-pedáneo del lugar. Y la simpatía de Mari, la nuera del matrimonio, que también colabora en el negocio familiar. Y otras gentes que, urbanitas todo el año, han hecho de Inazares su segunda residencia, como mis buenos amigos Pilar y José Manuel. Y Paco y María, que se esfuerzan en gestionar y mantener dignamente, para solaz del visitante, los apartamentos rurales, un ejemplo de turismo sostenible e incardinado en el medio.

A finales de agosto, unas sencillas pero entusiastas fiestas tratan de hermanar a sus habitantes con quienes les visiten. Si pueden, escápense a Inazares.