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Del resultado del pulso dialéctico que se está librando en estos momentos dependerá que el franquismo pase a ser, o no, un residuo del pasado
Diego Jiménez García 07.09.2020 | 20:26Invitado por una amiga monja seglar que ejercía su labor en Cartagena, a finales de julio de 1978 pasé unos días en Burlada (Navarra), en casa de su hermana y cuñado. La cálida acogida de esa familia navarra contrastaba con el gélido ambiente y la tensión que aún se palpaban en la calle. Las reivindicaciones políticas bullían (fui invitado a un acto pro amnistía y por la incorporación de Nafarroa a Euskadi en un frontón de la localidad) en una ciudad en la que, al decir de un hijo menor de mi familia de acogida, «cuando llegaban los grises había que bajar las persianas y cerrar las ventanas». Me impresionó, por tanto, que un crío que apenas tenía diez años tuviera ya esa percepción de la represión que, en esos primeros años de la Transición, aún se ensañaba con las reivindicaciones populares.
Como es sabido, tan sólo unos días antes, los Sanfermines habían quedado suspendidos. El día 8 de julio, la plaza de toros de la capital navarra, escenario, en medio del festejo taurino de una improvisada reivindicación pro amnistía, había sido invadida por fuerzas antidisturbios, cuya actuación llevó a la indignación popular extendida a varios puntos de la ciudad. La muerte trágica del joven Germán Rodríguez, alcanzado por un disparo en la frente, tuvo como única repercusión política la dimisión del gobernador civil, Ignacio Llano. Al frente del ministerio del Interior se encontraba Rodolfo Martín Villa.
Dos años antes, en marzo de 1976, efectivos de la Compañía de Reserva de Miranda de Ebro y de la guarnición de Vitoria de la Policía Armada irrumpieron en la iglesia de San Francisco de Asís de Vitoria, en donde se celebraba una asamblea de trabajadores en huelga. El resultado: cinco obreros muertos y más de 150 heridos. Los hechos no fueron investigados ni enjuiciados. Martín Villa era, en esos momentos, ministro de Relaciones Sindicales.
Por esos y otros hechos (las muertes de Rafael Gómez Jáuregui, en Rentería; Javier Núñez, en Bilbao; J. María Zabala en Hondarribia; José María Menchaca, en Santurce; Arturo Ruiz, en Madrid, y otras) la Coordinadora de Apoyo a la Querella Argentina (CeAQUA) ha venido exigiendo que se depuren las responsabilidades del exministro franquista, acusado de hasta doce asesinatos en la Transición, en una causa que instruye la jueza argentina María Servini.
La declaración del exministro, realizada por vía telemática desde la sede del consulado argentino el pasado jueves, vino precedida, como es sabido, por las vergonzosas cartas de apoyo de cuatro expresidentes del Gobierno, cuatro exlíderes sindicales y otras personas, hecho que ha recibido fuertes críticas por considerar que esas misivas suponen una clara injerencia en la labor judicial de la magistrada argentina. Para los abogados de la Querella argentina, esas cartas de apoyo demuestran que el exministro franquista sigue teniendo contactos con el poder y ha querido usarlos contra la Justicia.
Esther López Barceló, responsable federal de Memoria Democrática de IU, piensa que estos apoyos plasman gráficamente las innumerables acciones políticas, judiciales y sociales que se han sucedido en las últimas cuatro décadas para sustentar la anomalía democrática de la impunidad franquista. Especialmente insultante, para las víctimas y sus familiares, es la misiva del expresidente Felipe González, que llama a la Justicia a actuar y 'depurar responsabilidades' (sic) por la mala fe de las víctimas de la Dictadura y sus allegados por presentar las denuncias que derivaron en la Querella argentina.
Por su parte, CeAQUA considera que esas cartas remitidas a María Servini constituyen un intento 'burdo y grotesco' de ejercer presión política, inaceptable desde cualquier punto de vista estrictamente jurídico-procesal. En opinión de este colectivo, todas las personas que han expresado su apoyo a Martín Villa «implementaron, consolidaron o aceptaron con total naturalidad el modelo de impunidad imperante en el Estado español, que impedía la investigación y enjuiciamiento de los crímenes contra la humanidad cometidos durante la dictadura franquista y la Transición», recordando que dicha actitud pasiva ha sido duramente censurada por instancias internacionales. Los hechos por los que está imputado Martín Villa y a los que él califica como 'actuaciones desgraciadas' o simples 'errores' están debidamente acreditados en la causa penal, y es en el plano estrictamente jurídico-procesal, que no político, en el que la jueza Servini deberá determinar si se le procesa o no.
En opinión de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Aragón, mientras Franco se debatía artificialmente entre la vida y la muerte, altos funcionarios estatales negociaban con líderes de la oposición, a la vez que exhibían con gran dureza el conocido eslogan «la calle es mía». Según esta asociación, hoy los 'apóstoles' de la Transición «defienden a capa y espada el papel de este espadón del franquismo [Martín Villa], que cumplió fielmente con la labor que el régimen le había asignado».
Martín Villa, como era de suponer, negó en su comparecencia toda responsabilidad en esas muertes. Y aunque algún abogado de la acusación popular niega el carácter político del proceso que se ha abierto (la jueza Servini tiene hasta diez días de plazo para encausar a Martín Villa o cerrar el caso), es indudable que este procedimiento no puede desligarse de una cierta dimensión política. Y ello porque los sucesivos Gobiernos y la judicatura española, amparados en el paraguas de la Ley de Amnistía de octubre de 1977, han impedido la extradición a Argentina del exministro y de otros 18 altos cargos franquistas acusados, incumpliendo, como henos dicho arriba, las obligaciones y tratados internacionales suscritos por España, entre ellos los sucesivos requerimientos de la ONU, del Parlamento Europeo y del Consejo de Europa para que se juzguen en nuestro país los delitos de lesa humanidad.
Paradójicamente, este proceso, paradigma de una Transición no tan modélica como se ha venido 'vendiendo', se desarrolla mientras en nuestro país tienen lugar dos fenómenos que se repelen: las ansias de renovación y modernización por parte de amplios sectores populares de la izquierda, que tienen puestas sus miras en los éxitos del Gobierno de coalición; y, por otro lado, una derecha y ultraderecha que vienen volcando sus esfuerzos hacia la consolidación de una reacción con tintes decimonónicos. En medio, se sitúan esos apóstoles de la Transición, de los que no está libre un sector del PSOE, que sienten auténtico vértigo de los cambios y de una casi inevitable deriva prorrepublicana del país. Del resultado del pulso dialéctico que se está librando en estos momentos dependerá que el franquismo pase a ser, o no, un residuo del pasado.