https://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2020/09/22/alepo-lesbos/1147237.html
Desde
hacía años, mi ciudad había sido un objetivo militar para los distintos bandos
contendientes. Aquella mañana de junio de 2016 dormía plácidamente, porque ya
me había habituado a los sonidos de la guerra. Pero ese día me despertaron los
gritos desesperados de mi madre.
-¡Nos
bombardean de nuevo!
El
tableteo de las ametralladoras, las bombas de la aviación, los obuses de la
artillería y el fuego de mortero se enseñorearon de mi barrio. De pronto, un
espantoso estruendo. Cuando me recuperé del aturdimiento y la ceguera provocada
por una nube de polvo que olía a pólvora y azufre, pude comprobar que el que
había sido mi piso en mi bella ciudad, Alepo, Patrimonio de la Humanidad, había
quedado reducido a escombros. Busqué desesperadamente a mi familia entre las
ruinas de la casa. Horrorizado, encontré el cuerpo de mi madre, Sana, horriblemente mutilado. No me
había repuesto aún del choque emocional que tal imagen me produjo, cuando puede
oír las voces apagadas de mi padre, Tarik,
en un extremo del piso:
-Hazem, hijo, Hazem, Hazem…
Hasta la
horrible guerra que se ensañó con virulencia sobre nuestro país a partir de
2011, crecí feliz en una familia de clase media. Mi padre comerciaba con países
vecinos y eran frecuentes sus viajes a Jordania. Mis estudios en el instituto
habían concluido ese verano y, pese al horror de la guerra, mis perspectivas de
matricularme en la Universidad de Damasco para, en un futuro, ejercer la Medicina
permanecían intactas.
-Hazem,
¿qué ha pasado? –parecía estar bien, aunque sangraba por la cabeza y su rostro,
bañados los surcos que delataban el paso de los años por el sudor y el polvo,
aparecía más demacrado que de costumbre - ¿Dónde está tu madre?
No supe
qué contestarle. Me desplomé junto a él, de rodillas en el suelo. En la calle,
ululaban las sirenas. Transcurrieron unas horas, interminables, hasta que unos
brazos amigos de la Media Luna Roja nos rescataron de aquellas ruinas. Nos
instalaron en un pabellón de deportes de mi barrio. Dos días después,
enterramos a mi madre.
-Hazem,
no tenemos nada que hacer aquí. Tenemos que huir de este infierno –dijo mi
padre a la mañana siguiente-. Nuestro destino está en el exilio.
Me costaba
asumir que la guerra hubiera condicionado nuestro futuro. Que mi sueño de
ejercer la Medicina en mi patria, a la que tanto amaba, quedara truncado por la
guerra. Pero no le contradije. En Siria, mi país, una estricta educación nos ha
enseñado a obedecer y respetar a nuestros mayores.
Unos días
después, con nuestros escasos pertrechos,
viajábamos en un camión desvencijado, traqueteante, abarrotado hasta los topes,
hasta la frontera turca. En ella, hubimos de esperar a ser registrados por unos
funcionarios desbordados por una situación que, sin duda, les sobrepasaba. Nos
esperaba el campo de refugiados de Osmaniye. De paso por las aldeas que encontramos
en el trayecto, nos observaban compasivos unos humildes campesinos, quizás
solidarios con nuestro dolor. La estancia en aquel campo, en el que en contra
de lo esperado fuimos tratados bastante bien, duró unos meses.
-Hazem, …
Alemania. Hemos de intentar llegar a Alemania –la perspectiva de alejarme más
de la que, hasta hacía poco, había sido mi patria no me seducía demasiado.
Quizá por ello le objeté:
-No lo
vamos a tener fácil, papá. Los refugiados sirios somos, en estos momentos, unas
marionetas, atrapados en el fuego cruzado de intereses entre una Unión Europea
que exige a Turquía que frene el flujo de refugiados y un presidente turco, Erdogan, que nos utiliza como arma
arrojadiza para lograr sus objetivos –le aclaré con total convicción, mientras
observaba el rostro de sorpresa y satisfacción de mi padre. “Los estudios que
le he dado a mi hijo lo han redimido de la ignorancia”, debió pensar.
Meses
después, tras el paso fugaz por la ciudad de Konya, iniciamos de nuevo un largo
viaje de autobús atravesando la zona montañosa de Turquía occidental, que, en
el fondo, tanto me recordada a algunos rincones de mi país de origen. La bella
ciudad costera de Esmirna nos esperaba.
Conscientes
de que, como tantos compatriotas, no deseábamos ser refugiados en una tierra
que no era nuestra, mi padre y yo, sin embargo, teníamos un objetivo: Lesbos
era el punto intermedio de llegada y de partida para nuestro dorado sueño
alemán. Alquilamos una habitación en un destartalado hotel de Esmirna, con las
ratas correteando por sus estancias.
La imagen
del flujo de refugiados que deambulaba por sus calles contrastaba con la
opulencia y lujo de los numerosos hoteles para turistas, ajenos a los dramas
personales que tenían a pocos metros de sus abarrotadas playas y terrazas. Era
la primera vez que veía el mar, y aunque su contemplación no me provocaba el
placer relajante de aquella miríada de turistas, lo cierto es que, durante unas
horas, me quedé embelesado por la quietud y el azul intenso de las aguas, sin
ser ajeno a que, en los últimos años, ese mismo mar se había constituido en un
cementerio para tantas y tantas personas que, como nosotros, deseaban alcanzar
el solar europeo.
- ¿Cómo
vamos a llegar a esa isla, papá? –le inquirí, sabedor, sin embargo, de que mis
dudas eran también sus dudas- El dinero que pudimos rescatar de Alepo se nos
está acabando.
-Hay que
encontrar un traficante. Según me han dicho, encontrar a uno en Esmirna es
fácil, hay miles –me aclaró mi padre.
En el
verano de 2017, tras pagar 1.200 euros a un improvisado ‘capitán’ que no
dominaba la navegación, viajábamos, hacinadas, no menos de cincuenta personas
en una lancha neumática. Nos perdimos y fuimos rescatados por un guardacostas
griego que nos trasladó a Lesbos. Nos ubicaron, tras minuciosos registros, en
el campo de Moria, preparado para acoger a tres mil personas. Pero llegamos a estar doce mil. Las duras
condiciones de vida allí nos hicieron añorar, por parte de la población griega,
la solidaridad que habíamos dejado atrás en Turquía. Aunque ciertamente no nos
faltó el calor de varias oenegés que nos brindaban su abnegada ayuda.
9
de septiembre de 2020. Mi sueño, una vez más, fue interrumpido por gritos de
horror y el olor del fuego que crepitaba con violencia sobre lo que había sido
nuestro campamento. Aquella mañana, en Moria, sabíamos que todo había acabado:
por nuestra propia supervivencia, habríamos de intensificar nuestros esfuerzos por
cruzar los Balcanes y alcanzar Alemania.
Hazem,
Tarik y Sana son personajes ficticios. Pero sus peripecias reflejan situaciones
reales. La guerra de Siria y otros conflictos regionales han provocado un
enorme flujo de refugiados. Turquía acoge a cuatro millones de ellos. Y Grecia,
bastantes miles. Hoy, las islas griegas son una trampa que los atrapa, a la
espera de que se produzca el milagro de poner pie en tierras de Alemania o
Suecia.