A punto de acabar el verano
astronómico, que no el meteorológico, lo mejor que puede pasar es que termine
pronto, pues ha sido un auténtico infierno,
y no sólo en lo tocante a la
meteorología: accidentes de tráfico fieles a una cruel estadística; la
inacabable violencia machista; la incesante plaga de incendios forestales, mayoritariamente
inducidos y que, desgraciadamente, ya forman parte del paisaje veraniego, como
los miles de ‘guiris’ tostándose al sol en nuestras costas; los muertos
corneados por toros, que no vaquillas (ya saben, el negocio es el negocio, y si
disminuye la demanda de corridas, hay que echar a los astados a las calles de
toda España), en virtud de esa estulticia nacional que asimila los términos
tortura animal a fiesta… Por si faltaba poco, ha estallado con toda su crudeza la
tragedia de los refugiados, hecho que ha llevado a muchas personas, entre las
que me incluyo, a avergonzarse de su pertenencia a la supuestamente avanzada
civilización occidental. ¿Civilización? ¿Qué civilización?
Con frecuencia, nos
enorgullecemos de que nuestras raíces se hunden en la cultura grecorromana, sin
olvidar las aportaciones del cristianismo y el
Islam, el humanismo renacentista y la Ilustración. Pero también, para
hablar con precisión, hemos de recordar que este solar europeo que pisamos se
ha construido a partir de la conquista y la rapiña. La ocupación por los
europeos de amplios territorios en Asia, África y América en siglos pasados no
se hizo precisamente de forma pacífica. Las Cruzadas, la presencia europea en
el lejano Oriente, la conquista americana y el imperialismo colonial son sólo algunos
hitos de este proceso ‘adornado’ con guerras: los exploradores del continente
africano o los colonos americanos precedían a unos ejércitos de ocupación que,
las más de las veces, acabaron con todo vestigio de culturas autóctonas. Es
conocido el impacto del imperialismo colonial en los pueblos que lo soportaron.
Como lo es el reparto de los restos del Imperio Otomano entre Francia e
Inglaterra, reparto que, como el caso anterior, condujo a trazar unas fronteras
artificiales que no se ajustaban a las tradiciones culturales de los pueblos
que conformaron esas nuevas naciones.
Sin olvidar las dos guerras
mundiales del siglo XX, que tuvieron en el espacio europeo el principal
escenario, más recientemente nadie puede negar que la intervención occidental de
una manera abierta o solapada, en conflictos tales como el de los Balcanes, Eritrea,
Somalia, Afganistán, Iraq, Egipto, Libia, Siria, incluso Ucrania… ha llevado a
la desestabilización de esos países. Países
de los que, desde hace ya varios meses, pero sobre todo de Siria, están
saliendo miles de personas atenazadas
por el miedo, la desesperanza y la incertidumbre.
Como muchas personas, siento vergüenza,
náuseas, impotencia…¿Cómo entender las palabras del presidente de Hungría, Victor Orban, afirmando, sin
ruborizarse, que la inmigración ilegal
constituye una amenaza para Hungría y toda Europa, y que ésta puede
constituirse en una amenaza para la civilización occidental?
¿Civilización? ¿Qué civilización? La
imagen de una sola persona yaciendo en una playa sin poder alcanzar el
‘paraíso’ soñado debería haber bastado para sacudir muchas conciencias
anestesiadas en esta Europa fortaleza diseñada en sus tratados constituyentes. Tenemos capacidad (económica y tecnológica)
para haber puesto en marcha medidas urgentes para evitar tanta tragedia, pero
no ha se hecho nada. Porque el tremendo drama humano que podemos percibir hoy
en las fronteras de Serbia, Hungría, Austria… ya venía anunciándose en los
casos no menos dramáticos de quienes han ido dejando sus vidas en las playas
mediterráneas.
La especie humana es capaz de
practicar las acciones más abominables (la violencia, las guerras…), pero
también las más sublimes (la música, la
literatura, el arte…). Estos días, en ausencia de actuaciones humanitarias inaplazables,
muchos ciudadanos de la Unión Europea, pero también de otros países con menos
recursos (Líbano, Turquía…), sí están ofreciendo otra de las facetas más nobles
que nos caracteriza como especie: la empatía, a la que van asociadas la piedad,
la compasión y la solidaridad. Por eso la noticia de que muchos ayuntamientos
de este país -siguiendo la estela de la alcaldesa de Barcelona Ada
Colau- han empezado a trabajar para crear una red de ciudades refugio me ha reconciliado en parte con la especie
humana. Cuando el mayor temor de la
aparentemente hospitalaria Angela Merkel
es que la inmigración masiva pueda poner en cuestión las estipulaciones del
Tratado de Schengen, hay que decir con rotundidad que la desesperación, el
hambre, el miedo y la incertidumbre no
saben de fronteras nacionales, que son un puro artificio. En los 28 Estados
miembros de la UE vivimos más de 500 millones de personas. Eso supone que hay
millones de hogares. Sólo con que una parte acogiera a una persona refugiada,
el problema actual no sería tal. Por eso es tan importante que se extienda la
iniciativa que, partiendo de Barcelona, han asumido ya muchos municipios de
España, y a la que han pedido su adhesión en Murcia y Cartagena,
respectivamente, Cambiemos Murcia, Ahora Murcia y Cartagena Sí Se Puede. Porque
estamos hablando de personas, no de números.