Los recientes crímenes
protagonizados por células yihadistas han hecho saltar de nuevo las alarmas en
el mundo. Desde los atentados del 11-S en Nueva York, el yihadismo ha
experimentado un salto cualitativo. Samuel Huntington, en un artículo
publicado en 1993, exponía que el siglo actual contemplaría lo que él denominó
el choque de civilizaciones. Este autor, retomando la noción que ya formulara Arnold J. Toynbee, afirmaba que los
actores principales del siglo XXI serían las civilizaciones y los principales
conflictos se darían entre ellas. Esta tesis, sin embargo, ha tenido muchos
detractores. Para empezar, hay que recordar que en Sociología hoy se distingue
claramente entre culturas/civilizaciones, que se gestan históricamente en un
momento determinado y que progresan con una vocación de continuidad temporal
(y, en muchas ocasiones, espacial), y
sociedades determinadas. Y es notorio
que tanto la denominada civilización occidental como la musulmana se consolidan
con enfrentamientos en el seno de sus propias formaciones sociales. Las guerras
que han venido asolando Europa desde la Edad Media y las distintas
interpretaciones del Corán por suníes y chiíes son claros ejemplos de ello, así
como el más reciente choque por la hegemonía entre Al Qaeda y el Estado Islámico
(EI) que ha tenido como primer escenario Yemen.
La especial virulencia de los
ataques yihadistas y la fuerte carga de dramatismo de imágenes como los
degollamientos de occidentales a manos de milicianos del EI ocultan el hecho de que hay un Islam pacífico
y tolerante que no hay que identificar con el yihadismo. Recordemos que lo
que llamamos mundo occidental y el mundo árabe se desarrollaron, en tiempos, de
forma paralela y siguiendo caminos similares, esto es, con el expansionismo territorial y un fuerte
impulso a la actividad comercial, lo que les llevó a enfrentamientos por la
hegemonía. Para muchos autores, los hitos de estos choques están en Poitiers
(732), Viena (1529-1683) y Lepanto (1571), sin olvidar la caída de la cristiana
Constantinopla en manos otomanas en 1453.
Pero hay otros muchos matices
que tener en cuenta para llegar a comprender por qué el mundo asiste hoy,
conmovido, a la amenaza yihadista. Ante
la imposibilidad de poder abordar todos los aspectos, voy a exponer algunos. El auge del liberalismo burgués, a partir de
las ideas de la Ilustración del siglo XVIII y el consiguiente despegue industrial de
Europa, no tuvo su correlato en el mundo
islámico. Ignacio Álvarez Ossorio nos recuerda que la
constatación del relativo atraso en el desarrollo de estas sociedades respecto
a Occidente está en el origen del salafismo, que surge en las últimas décadas del siglo XIX
y que hoy nutre al yihadismo. El salafismo llevó a algunos intelectuales a
propugnar la purificación del Islam de elementos exógenos, para acercarlo a sus
raíces (‘salaf’). Aunque, todo hay que decirlo, el salafismo también pretendía
conciliar Islam con la modernidad.
A partir de ahí, la expansión del salafismo yihadista es multicausal. Su eclosión se
produce en Egipto con los Hermanos Musulmanes, opuestos a los intentos de
consolidación de un panarabismo social por Gamal
Abdel Nasser. Pero hay una responsabilidad occidental que no podemos
obviar. Recordemos, a título de ejemplo, la generosa financiación de Arabia Saudí
–con permiso norteamericano- a los muyaidines afganos que luchaban contra la
ocupación soviética de su país. Con el tiempo, esos muyaidines se transmutaron
en Al Qaeda. Como casos más recientes, está fuera de toda duda que las invasiones
de Iraq y Afganistán han generado un caldo de cultivo que ha propiciado un
fuerte sentimiento antioccidental en esas sociedades en quiebra. La existencia
de otros Estados fallidos como Siria y Libia, fuertemente desestabilizados
también a partir de la injerencia
norteamericana y de la OTAN y sumidos en graves crisis internas, no es tampoco
desdeñable. Como tampoco lo es la existencia de enormes bolsas de paro y
pobreza que atenazan a ciudadanos y ciudadanas del Magreb, lo que está
impulsando a sus sectores juveniles a emigrar hacia Europa. Al llegar a los países de acogida, la
constatación por parte de estos jóvenes de que no mejoran mucho sus condiciones
de vida en entornos con frecuencia marginales
constituye un caldo de cultivo explosivo para acrecentar el odio hacia
Occidente. Esa circunstancia, unida a
una resistencia de dichos jóvenes a perder su identidad cultural por una mal
entendida integración, propicia que se vean tentados por el yihadismo.
La solución a este estado de
cosas es complicada. Para empezar, hay que luchar contra la islamofobia creciente, alentada a veces desde
el mismo poder (valga, a título de ejemplo, la intervención del
expresidente José María Aznar el 21 de septiembre de 2004 en la Universidad de
Georgetown, afirmando que la causa de los atentados de aquel año en nuestro
país se remontaba nada menos que al año 711, cuando la España visigoda -país
que, como tal, no existía- intentó rehusar ser un trozo más del mundo
islámico). Está claro que un mundo en
que imperaran, como valores primordiales, el respeto, la justicia, los derechos
humanos y la solidaridad entre los pueblos se constituiría en antídoto contra
fundamentalismos de todo tipo.
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