martes, 17 de marzo de 2015

Catequesis en las aulas

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Es indudable que Gobierno del PP, presionado por sus ‘lobbys’ internos más ultramontanos, por la jerarquía católica, o por ambos, se ha plegado a la presión de los obispos. El currículo de Religión, que al decir de Juan José Tamayo introduce criterios patriarcales, androcéntricos, míticos y dogmáticos, es una cadena de despropósitos

El pasado 24 de febrero se publicó en el BOE el currículo de la enseñanza de la religión católica en la educación Primaria y Secundaria, de cuya lectura podemos concluir que retrocedemos en el tiempo. Aunque creo que, en el fondo, la Transición no introdujo elementos de ruptura con el conservadurismo político y social perceptible en muchas etapas de nuestra Historia. En este sentido, los constitucionalistas Jordi Solé Tura y Eliseo Aja (*) nos recuerdan que a lo largo del siglo XIX predominan en nuestra tibia tradición liberal-constitucional ciclos conservadores alternados con breves intervalos progresistas. En mi opinión, es difícil no ver en ello una de las causas del enorme peso que la confesionalidad católica tuvo -y sigue teniendo hoy- en el Estado español. Y es que, a diferencia de Francia, país que registró hasta cuatro revoluciones burguesas a lo largo del siglo XIX, en España no terminó de consolidarse ese ciclo revolucionario burgués; antes al contrario, la burguesía hizo causa común con la antigua aristocracia para consolidar el bloque de poder que, según Tuñón de Lara, sostuvo el régimen de la Restauración monárquica. En los nulos avances hacia la laicidad del Estado encontramos, pues, inercias que dificultan romper ataduras con el pasado. Con excepciones. La ´Ley del Candado´ (1910) del liberal Canalejas, la que limitaba el establecimiento en el país de nuevas congregaciones religiosas, evidencia un cierto anticlericalismo que coexiste en España con la adhesión ciega de amplios sectores populares a los dogmas de un catolicismo rancio.
En lo tocante al tema de la inclusión de la enseñanza de la religión católica en el currículo escolar a partir de la puesta en marcha de la estructura educativa reglada desde los inicios del siglo XIX, dos hitos importantes hay que reseñar: la Ley Moyano de 1857, cuyas directrices educativas en materia confesional son herederas del Concordato de 1851 y, posteriormente, en pleno franquismo, el Concordato de 1953. Ambos acuerdos mantuvieron los privilegios de la religión católica en el ámbito educativo. El peso de lo confesional en la enseñanza no se modificó con la ley Villar Palasí, de 1970. Y el paso del franquismo a la Constitución de 1978 no se hizo, como en 1931 con la II República, bajo el signo de la ruptura, sino manteniendo en lo fundamental el peso de rasgos confesionales propios del régimen precedente, en opinión de Antonio Viñao (**).
De aquellos polvos, estos lodos. Hay que decir que, jurídicamente, la inclusión de la religión católica en la escuela no es contraria a la Constitución de 1978. El Estado español está atado de pies y manos en este tema desde la firma, el 3 de enero de 1979, del Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales con el Estado Vaticano. Pero, además, desde posturas eclesiástico-católicas se mantiene que la presencia de la religión católica en los planes de estudio es una exigencia ineludible derivada del párrafo tercero del artículo 27 de la Constitución, el que alude a la obligación de los poderes públicos de garantizar «el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Por ello, hace unos días, el teólogo progresista Juan José Tamayo, en entrevista en La Sexta, ponía en duda la no confesionalidad del Estado español, pues si bien el artículo 16.3 afirma que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», a continuación añade: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». La referencia a una confesionalidad histórico-sociológica de índole católica que deben tener en cuenta los poderes públicos vacía de contenido el principio de no confesionalidad (Viñao, 111).
Es indudable que el Gobierno del PP, presionado por sus ´lobbys´ internos más ultramontanos, por la jerarquía católica, o por ambos, se ha plegado a la presión de los obispos. El currículo de Religión, que al decir de Juan José Tamayo introduce criterios patriarcales, androcéntricos, míticos y dogmáticos, es una cadena de despropósitos. No de otra forma hay que entender los criterios de evaluación de ese currículo. Sólo unos ejemplos: el estudio de la religión católica «ayudará a los estudiantes a ensanchar los espacios de la racionalidad» -cuando es notorio que, per se, las creencias religiosas son opuestas a cualquier principio de racionalidad-; «reconocer la incapacidad de la persona para alcanzar por sí misma la felicidad»; «descubrir que el pecado radica en el rechazo a la intervención de Dios en la propia vida», o el que propugna «vincular el sentido comunitario de la Trinidad con la dimensión relacional humana». ¿Cómo se evalúa esto? Si, además, se conmina a los escolares de Primaria a la memorización y repetición de oraciones, está claro que vuelve a introducirse la catequesis en las aulas.
(*) Solé Tura, Jordi y Eliseo Aja: Constituciones y periodos constituyentes en España (1808-1936), Siglo XXI Editores, Madrid, 1977
(**) Viñao Frago, Antonio: Religión en las aulas. Una materia controvertida, Ediciones Morata, Madrid, 2014

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