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Firma por el Gobierno español de los Acuerdos con el Vaticano en enero de 1979 |
El pasado miércoles, 10 de marzo, el Pleno del Senado rechazó, con los votos en contra de PSOE, PP, Vox y PNV, una moción del Grupo Parlamentario Esquerra Republicana-Euskal Herria Bildu por la que se instaba al Gobierno a realizar los cambios legales necesarios para revertir las inmatriculaciones de la Iglesia católica. «Es un insulto a la democracia, el Gobierno quiere cerrar en falso este expolio, en simbiosis con la Conferencia Episcopal […]. Este es un tema de Estado y tiene que tener una solución de Estado», resumía Juanjo Picó, de Europa Laica.
Para entender la inacción del Estado en el expolio de más de 35.000 bienes de todo tipo (iglesias, fincas, inmuebles, etc.) en manos de la Iglesia, es indispensable adentrarse, sucintamente, pues no es posible abordar in extenso un tema de tal complejidad en los límites de este artículo, en las relaciones Iglesia-Estado desde la Edad Moderna, para constatar cómo la institución eclesiástica ha sido, y es, un fuerte grupo de poder que se ha impuesto, en determinados momentos, a la propia acción del Estado.
DEL REGALISMO BORBÓNICO AL LIBERALISMO BURGUÉS. La España del Antiguo Régimen constituyó el único país de lo que fue la Cristiandad en la Edad Media donde se verificó el aforismo eijus regio, ejus religio, una frase latina que viene a decir que la religión del príncipe se aplica a todo el territorio.
Pero sería en el siglo XVIII, con la llegada de los Borbones, cuando se ponen en marcha los acuerdos con la Santa Sede. Así, en el reinado de Felipe V se firmaron sendos acuerdos, en 1717 y en 1737, que ponían fin a las malas relaciones diplomáticas entre Felipe V y el papado por la Guerra de Sucesión y las campañas bélicas italianas, respectivamente.
Durante el reinado de Fernando VI, con el Concordato de 1753, el papado concedía el patronato regio universal sobre toda la Iglesia española a cambio de la concesión de privilegios económicos a la Iglesia. Este Concordato estuvo en vigor hasta el que se firmó en 1851. Durante ese periodo, en los reinados de Carlos III y Carlos IV, la Iglesia se convirtió en un verdadero aparato estatal, pues disfrutó, además, del llamado fuero eclesiástico.
En cambio, y paradójicamente, con las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, claramente confesional, se va a reforzar la preponderancia de la Iglesia en las relaciones con el Estado. Puede afirmarse que, así como el Concordato de 1753 contemplaba la dependencia de la Iglesia con respecto al Estado, la Constitución de Cádiz contemplaba la del Estado respecto de la Iglesia, la conocida Alianza del Trono y el Altar, algo que tendría consecuencias cuando se intente aplicar realmente la Constitución durante el Trienio Liberal (1820-23). Por supuesto, durante la Década Ominosa (1823-1833) Roma no puso objeción alguna a Fernando VII para el nombramiento de obispos, muchos de los cuales debieron sus cargos a su virulenta oposición a los liberales. Esta posición ultramontana de la Iglesia, con su apoyo a la causa carlista, está detrás del anticlericalismo popular que condujo a la matanza de frailes en Madrid en 1834, y en Barcelona y Reus en octubre de 1835. En Murcia, en la noche del 31 de julio de 1835 ardían los conventos de Capuchinos, San Francisco, Santo Domingo, La Merced y hubo un intento de quema del de San Agustín.
Desde 1835 (fecha de la expulsión de España de la Compañía de Jesús) hasta 1845, las relaciones Iglesia-Estado sufren un serio deterioro, agravado, además, por el proceso desamortizador puesto en práctica por Mendizábal.
En 1845 se aprobó la Ley de Donación de Culto y Clero, que restituía a la Iglesia católica los bienes desamortizados y no vendidos. Posteriormente, el nuevo Concordato de 1851, firmado entre Isabel II y Pío IX, reafirmó la unidad católica (y, por tanto, la confesionalidad del Estado, que ya establecía el artículo 11 de la nueva Constitución de 1845), otorgaba a la Iglesia el privilegio de la fiscalización de la Enseñanza, no sólo en los colegios sino en las escuelas públicas, la jurisdicción propia sobre sus miembros, la capacidad de censura y el derecho a adquirir y poseer bienes que ya no serían objeto de desamortización. A cambio, la Iglesia se comprometía a reconocer como reina a Isabel II. Está claro que este texto, derogado durante la II República para volver a estar vigente hasta el Concordato franquista de 1953, supuso, respecto al de 1753, una increíble pérdida de las prerrogativas estatales. Habrá que esperar a la Revolución de 1868 y a las nuevas Constituciones de 1869 y a la canovista de 1876 para que el Estado implantara, al menos, la libertad de cultos.
DE LA LAICIDAD DURANTE LA II REPÚBLICA HASTA HOY. Durante la II República, derogado el Concordato de 1851, se puso en marcha, como es sabido, toda una amplia legislación estatal tendente a limitar el enorme poder que, hasta entonces, había detentado la Iglesia, lo que condujo a las tensiones con el episcopado y el papado ya conocidas. La legislación republicana incidía en la libertad de conciencia y de cultos, la jurisdicción civil de los cementerios, el respeto a las creencias religiosas en el ámbito privado, la plena validez del matrimonio civil, la aprobación del divorcio, etc. Una clara laicidad del Estado que sería interrumpida bruscamente tras la Guerra Civil.
El dictador Franco, una vez ‘reconocido’ ya por algunas potencias occidentales, se dispuso a ‘poner orden’ en las relaciones con Roma. La dictadura franquista, sobre todo en su etapa inicial, implantó el nacionalcatolicismo, es decir una clara identificación Iglesia-Estado, que tuvo su reflejo en el Concordato de 1953. Por resumir, ese acuerdo otorgó a la Iglesia católica un extraordinario conjunto de privilegios: matrimonios canónicos obligatorios para todos los católicos; exenciones fiscales; derecho de censura de materiales bibliográficos, musicales y cinematográficos y de constituir universidades; exención del servicio militar para el clero; monopolio católico sobre la enseñanza religiosa en las instituciones públicas educativas, etc. Además, recordando la vieja política regalista borbónica, se confirió el derecho de presentar una terna de obispos por parte del dictador. Sin olvidar la fachada propagandística que condujo al reconocimiento internacional del régimen franquista.
El régimen concordatario en España culminó con el Acuerdo preconstitucional entre el Estado y la Santa Sede sobre nombramientos de arzobispos, obispos y vicario general castrense y fuero judicial, del 28 de julio de 1976, y con otros cuatro Acuerdos, casi con el mismo carácter de preconstitucionales, pues fueron negociados secretamente cuando se elaboraba la Constitución de 1978 por Marcelino Oreja y el secretario de Estado del Vaticano, Jean Villot, y dados a conocer el 3 de enero de 1979, sólo cinco días después de la entrada en vigor de la Constitución.
De dichos Acuerdos, sobre Asuntos Jurídicos, Enseñanza y Asuntos Culturales, Asuntos Económicos y sobre Asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas, destacamos, por su repercusión actual, el relativo a la Enseñanza y el de Asuntos Económicos.
En los Acuerdos sobre la Enseñanza, y en la línea del artículo 27 de la Constitución de 1978 (CE78), se mantiene la obligatoriedad por parte del Estado de la oferta obligatoria de la educación religiosa en los centros docentes, aunque con carácter voluntario para las familias. Por otra parte, el Acuerdo sobre Asuntos Económicos, al mantener las exenciones fiscales y una asignación del Estado a la Iglesia Católica, nos retrotrae a la decimonónica ‘asignación de culto y clero’.
Un Estado moderno, que se define aconfesional, debe romper esas ataduras del pasado con la Iglesia católica pues el artículo 16.3 de la CE78, de una ambigüedad calculada, estipula claramente que el Estado establecerá relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y otras confesiones. Para ello, se impone denunciar los Acuerdos de 1979 con la Santa Sede. Y, al mismo tiempo, recuperar los bienes de dominio público en manos hoy de aquélla.