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En la memoria colectiva de las gentes hay fechas que deberían ser recordadas siempre. El pasado día 11 de este mes se cumplían 147 años de la caída del Cantón de Cartagena, al rendirse la ciudad a las tropas centralistas del general López Domínguez. No es posible abordar en profundidad ese hecho histórico, complejo y difícil, en los límites de este artículo, pero sí recordar, siquiera sucintamente, el contexto en que se produjo.
Aunque el general Prim, uno de los protagonistas de la caída de Isabel II en septiembre de 1868, había sostenido siempre que una República en España era inconcebible, al dimitir Amadeo de Saboya el 11 de febrero de 1873 la Asamblea (compuesta por el Senado y el Congreso) votó la reforma de la Constitución monárquica de 1869 para la proclamación de la República. Estanislao Figueras fue nombrado presidente del Consejo, acompañado de tres republicanos (Pi i Margal, Castelar y Salmerón) y cinco radicales que habían apoyado la monarquía de Amadeo. La nueva República sólo fue apoyada internacionalmente por EE UU, Suiza, Costa Rica y Guatemala.
Pronto afloraron las diferencias entre las distintas concepciones del republicanismo: los unitarios, herederos del partido radical, pretendían consolidar una República centralista, frente a los federalistas, cuya ala izquierda, los intransigentes, estaban llamados a tener protagonismo en las revueltas cantonales de las que ahora hablaremos. El gobierno Figueras firmó solemnemente el cese del servicio militar obligatorio y creó el servicio voluntario. Pero a los trece días de haberse formado el nuevo Gobierno, se encontraba bloqueado por las diferencias que existían entre los ministros radicales y republicanos, por lo que presentó su sonora (sonora por los conocidos exabruptos con los que anunció su decisión) dimisión a las Cortes el día 24 de febrero.
Le sucedió Pi i Margall, partidario de redactar cuanto antes un proyecto de Constitución. Al tiempo, en Madrid se había constituido un Comité de Salud Pública, encabezado por Roque Barcia, y en febrero estalló la crisis de Gobierno, al abandonarlo los radicales. En Cataluña, el 8 de marzo, se proclamó el Estado Catalán.
Desaparecidos los radicales de la escena política, se celebraron elecciones el 10 de mayo, con la ausencia de éstos y de los monárquicos alfonsinos, lo que se tradujo en una mayoría de los federales. Pronto se produjo un deslizamiento hacia la izquierda, dominada por los federalistas intransigentes dirigidos por el general Juan Contreras y Roque Barcia. El nuevo Gobierno, pues, trató de satisfacer al mismo tiempo las aspiraciones de la derecha (orden social) y de la izquierda (federación). Pero, a juicio del historiador Antoni Jutglar, a Pi i Margall «le faltó la energía suficiente para garantizar el sistema federal», lo que propició el fenómeno cantonalista, que se extendió rápidamente por Levante, Andalucía y Castilla. En el comunicado del Comité de Salud Pública los cantones se justificaban por «la necesidad de salvar a la República y contrarrestar el espíritu centralizador de las organizaciones políticas pasadas».
En Alcoy, el estallido de una huelga general revolucionaria, apoyada por los bakuninistas, el 9 de julio de 1873, condujo al asesinato del alcalde y al incendio de una fábrica.
El 12 de julio estallaba la insurrección cantonal en Cartagena y el 14, en Murcia. La capital, difícil de defender militarmente, cayó enseguida en manos de los centralistas. En Cartagena, sin embargo, los federales intransigentes, con el apoyo de los bakuninistas del Arsenal,iniciaban en el propio castillo de Galeras la rebelión cantonal. Tras avisar de su éxito con un cañonazo, izaron la bandera cantonal (completamente roja), tomaron el Ayuntamiento y nombraron una Junta Revolucionaria. El movimiento se vio reforzado por las tripulaciones de los buques Almansa y Vitoria. La flota cantonal fue declarada pirata por el Gobierno central.
Protagonistas de esos hechos fueron el estudiante de Medicina Manuel Cárceles, el veterinario Esteban Nicolás y un grupo de voluntarios. Especial protagonismo tuvo un murciano de Torreagüera, Antonio Gálvez, el ´tío Antonete', el mismo que, según recuerda el activista Vicente Cervantes en un artículo de Jarique, «casi un año antes, acompañado de muchos centenares de mozos de la huerta y el campo había subido a los montes de la Cresta del Gallo y el Miravete, al grito de «P'abajo las Quintas, Apa la Federal», constituyendo un impresionante movimiento guerrillero.
Para intentar salvar la situación, Pi i Margall trató de llevar a la Asamblea el proyecto de Constitución, redactado precipitadamente por Castelar y presentado el 17 de julio. El texto, que estipulaba que la nación española estaría constituida por 17 Estados (incluyendo Cuba y Puerto Rico) y la consolidación de un cuarto poder, el ´de relación', en manos del presidente de la República, no prosperó.
Antes de que finalizasen esos debates constitucionales, Pi i Margall, al que se le reprochaba la responsabilidad en la crisis cantonal, dimitió. Le sucedió Nicolás Salmerón, dispuesto a aplicar una política de mano dura contra la insurrección cantonal, recurriendo a militares monárquicos como Martínez Campos, o a radicales como Manuel Pavía. Los cantones de Córdoba, Sevilla y Cádiz fueron cayendo durante los últimos días de julio y primeros de agosto.
Salmerón dimitió al negarse a firmar dos sentencias de muerte, propuestas por los militares. Le sucedió Emilio Castelar, el último presidente de una República que derivó hacia el conservadurismo, lo que le enemistó con la izquierda. El Gobierno fue derrotado dos veces en las Cortes. Las derechas se movieron. El capitán general de Madrid, Pavía, irrumpió en las Cortes el 3 de enero de 1874 y, con varios disparos, puso fin a esas Cortes constituyentes. Se convino en nombrar presidente de la República al general Serrano que, tomando como modelo al general francés Mac Mahon, dio preeminencia al Ejército.
Cartagena resistiría hasta el 11 de enero de 1874 el asedio a que fue sometida por parte del general López Domínguez. La destrucción urbanística producto del bombardeo fue notable, con la voladura parcial del Cuartel de Artillería. La novela, creo que hoy agotada, Mister Witt en el Cantón, de Ramón J. Sender, nos traslada magistralmente a esos escenarios.
El final de la ´experiencia' cantonal es, a juicio de Miguel Artola, el epílogo del ciclo revolucionario inaugurado por el Sexenio democrático, y la constatación de la incapacidad de la burguesía de consolidar ´su' revolución, hecho constatado por Josep Fontana, para quien ya los excesos radicales de 1869 situaron en una postura defensiva a las fuerzas conservadoras ligadas a los intereses económicos.
Por su parte, y en relación con la Primera República, Manuel Tuñón de Lara considera que «los Gobiernos republicanos de 1873 [€], temerosos de llevar una revolución hasta sus últimas consecuencias, dejaron todo el poder material y todos los resortes de acción en manos de las clases conservadoras del Antiguo Régimen [€], que temían verse desposeídas de su privilegiada situación económica». Concluye, así mismo, que «la burguesía española, que tenía interés en desembarazarse de la tutela y privilegios de la aristocracia, no pasaba de tímidos ensayos por temor al cuarto estado».
Tenemos mucho que aprender de la Historia.