Aunque el monarca Felipe VI sigue esforzándose por que la Corona se erija como elemento de estabilidad del país, y pese a que histórica y mediáticamente se ha construido un relato tendente a asimilar a ésta con todos los logros y consecuciones de la sociedad española en los últimos años, no podemos obviar un hecho incontestable: la crisis de la institución monárquica está detrás de la abdicación forzosa de Juan Carlos I hace cinco años, un síntoma más de la cuestionada legitimidad de origen de la monarquía borbónica.
Sin pretender ahondar mucho en precedentes históricos que, por sabidos, no es preciso detallar exhaustivamente, no podemos olvidar que Franco, en virtud de la Ley de Sucesión de 1947, prepararía el terreno para una auténtica restauración monárquica cuando él 'lo tuviera a bien'. Descartado el príncipe Juan de Borbón, eligió a su hijo, Juan Carlos, para 'educarlo' en los principios del Movimiento Nacional. En 1969, Franco lo nombró sucesor, a título de rey, por lo que, después de la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975, Juan Carlos fue proclamado capitán general de los tres Ejércitos y el 22 de noviembre, rey de España por las Cortes franquistas. Ante aquellas Cortes, el hoy rey emérito pronunció estas palabras: «Juro por Dios, y ante los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional». El origen franquista de la Corona no puede estar más claro a partir de este juramento, del que el rey emérito, por cierto, no ha abjurado.
No es preciso extendernos sobre hechos que han afectado a la credibilidad de esa institución, como el dudoso papel de Juan Carlos I en el ¿autogolpe? del 23F y, más recientemente, sus 'aventuras' con Corinna, la cacería de Bostwana, el apoyo a las tropelías de su yerno Urdangarin o el origen de su fortuna personal, estimada en 1.800 millones de euros, para concluir que la monarquía borbónica ha sido copartícipe de la corrupción del sistema. Así lo entiende también uno de los mejores constitucionalistas del país, Javier Pérez Royo, quien considera que «la monarquía hereda el sistema del régimen de Franco y viene a mantener una estructura de poder, social, económica y una forma de hacer política de la era Franco, que era corrupta [...] La Monarquía da continuidad a esa forma de corrupción», afirma.
Para este constitucionalista, además, como toda la 'arquitectura' de la Transición se montó a partir de la Ley de Reforma Política, que mantenía, sin consultar al pueblo español, la fórmula de Estado monárquica, opina que vivimos en una falsa monarquía parlamentaria pues, a la hora de la verdad, el principio monárquico pasa por encima del principio de legitimidad democrática. «La Constitución de 1978 dice en el artículo 1.2 que la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan poderes del Estado y, en el 1.3, que el Estado español es una monarquía parlamentaria. El orden es ése. Pero en los momentos decisivos el 1.3 se pone por delante del 1.2», concluye.
La monarquía, hoy, sigue jugando un papel claramente reaccionario, como lo demuestra el indisimulado alineamiento del rey Felipe VI con las fuerzas más conservadoras del país. Por ende, su parcialidad a la hora de juzgar los sucesos de Cataluña del 1-O, su discurso del día 3 de ese mes y la apelación, sin pudor, a la aplicación del 155 son una clara muestra de sus veleidades derechistas y su injerencia en asuntos de Gobierno, lejos de la neutralidad que exigiría su cargo.
En el ámbito de la Justicia, el auto emitido hace unos días por la Sección Cuarta de lo Contencioso-Administrativo del TS, paralizando cautelarmente la exhumación de la momia del dictador, no ha estado exento de polémica, básicamente por la fórmula elegida en el texto para referirse a Franco, al que denomina jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936 hasta su fallecimiento el 20 de noviembre de 1975. Creo que esa errónea denominación por los magistrados del Supremo, de la que, por cierto, no se han retractado, no obedece a desconocimiento histórico (como es sabido, el Jefe del Estado era entonces Manuel Azaña, presidente legítimo de la II República Española), sino a una voluntad consciente de no esconder el pasado y/o la afinidad franquista de algunos de esos magistrados, más próximos a la Fundación Francisco Franco, a la familia del dictador y al Opus Dei que a posiciones democráticas.
Hay que depurar la judicatura, en la que perviven no pocos elementos del franquismo, pues a nadie se la escapa la paradoja de que la Fiscalía califique de golpe de Estado lo sucedido en Cataluña el 1-O y, sin embargo, el TS pase por alto la gravedad del golpe de Estado fascista del 17-18 de julio de 1936 contra la II República. A este respecto, el magistrado Joaquim Bosch, en su libro El secuestro de la Justicia, del que es coautor con el periodista Ignacio Escolar, nos recuerda que la impunidad sobre los criminales franquistas contrasta con la condena dictada por la Audiencia Nacional contra Adolfo Schilingo, dictador argentino, en virtud del principio de Justicia Universal. Recuerda cómo el TS juzgó a Baltasar Garzón por prevaricación y expresó en su fundamentación jurídica que los crímenes del franquismo no podían ser enjuiciados en la esfera penal, apoyándose en la vigencia de la Ley de Amnistía de octubre de 1977, pero obviando que instancias internacionales vienen recordándonos la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad.
La crisis de la monarquía y la de las altas instancias judiciales demuestra que esos dos pilares del Régimen del 78 están contribuyendo al resquebrajamiento del mismo. La necesidad de un referéndum monarquía/república y la depuración del franquismo que anida en las instituciones son tareas urgentes, inaplazables. Por salud democrática.