Como si no hubiera temas más importantes de que ocuparse, la caverna mediática ha andado ocupada estos días de verano con el asunto del burkini, prenda inventada por una avispada empresa australiana para permitir el acceso de la mujer musulmana a espacios públicos hasta entonces a ella vetados, y cuyo uso ha generado polémica en países como Italia, Alemania y, sobre todo, Francia. Los alcaldes de unas treinta localidades de la Costa Azul prohibieron esta prenda, amparándose para la adopción de tal medida en que su uso podría constituir una provocación tras el atentado yihadista que dejó 86 muertos el pasado 14 de julio en Niza. Recientemente, el Consejo de Estado francés suspendió la aplicación de esas ordenanzas municipales, no sin resistencias por parte de ciertos alcaldes que han mostrado sus reservas y exigido que se les comunique por escrito. Por su parte, el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos llegó a afirmar que estas medidas de los ayuntamientos franceses no contribuyen a mejorar la seguridad, sino que tienden a incrementar la intolerancia religiosa y la estigmatización de las personas de confesión musulmana, en particular las mujeres.
Les confieso que no tengo una opinión personal asentada y clara sobre este tema. Las posiciones sobre la prohibición o no de estas prendas usadas por la mujer musulmana (burka, niqab, chador, hiyab), van desde el repudio absoluto de alguna de ellas (caso del burka), hasta una cierta permisividad en el uso de otras (como el hiyab, típico velo de identidad cultural islámica que cubre la cabeza y el pecho de la mujer). Y es que no es fácil, a riesgo de entrometernos en un asunto que denota la enorme distancia existente entre identidades culturales tan dispares, opinar con rotundidad sobre estos temas. Pero también pienso que no es difícil detectar la pervivencia de un patriarcado que impone la invisibilidad de la mujer, para que ésta no constituya un objeto de deseo para otros hombres. En este sentido, un libro de una mujer iraní exiliada y residente en París, Chahdort Djavann, alude al daño psicológico que se inflige a las niñas por el uso del hiyab, pues se les hace responsables, desde muy tierna edad, de la excitación masculina [sic]. Por otro lado, Marieme-Hélie Lucas, destacada luchadora laicista argelina, en entrevista reciente en un medio digital, opinaba que el énfasis en la defensa del uso del velo desde posiciones progresistas debería ir parejo a la también defensa de las mujeres humilladas, anatemizadas y castigadas por no llevarlo.
En el país de la polémica, Francia, las leyes laicistas de 1905 y 1906 sólo prohíben la exhibición de símbolos religiosos y políticos en los colegios de primaria y secundaria, pero no así en la universidad, donde las chicas musulmanas son libres de llevar el velo. El asunto fue removido por Sarkozy, con su nueva ley de 2004, buscando sin duda congraciarse con la extrema derecha xenófoba francesa, opina Marieme, para la que no había necesidad de esta nueva ley, bastaba con aplicar la de 1906. Las fuerzas de extrema derecha francesa en estos momentos han encontrado, como aliados, a los integrantes de la extrema derecha fundamentalista musulmana. Unos y otros desean desmantelar el laicismo.
Las restricciones de derechos de las mujeres musulmanas son bien conocidas. Por citar sólo algunos ejemplos, en Indonesia es ilegal que lleven pantalones; en Afganistán el 80% de ellas son analfabetas; en zonas rurales de Marruecos son obligadas a casarse jóvenes, a veces incluso con sus violadores (recordemos el caso de Amina Filali, joven marroquí que terminó con su vida por este motivo); en Arabia Saudí no pueden siquiera conducir? Casos suficientes que nos advierten, como dice Marieme, que el mismo énfasis que se hace en la supuesta defensa de la integración de la mujer musulmana debiera ponerse, pues, en la lucha por los derechos plenos de ésta en sus países de origen. En el fondo, según la atinada observación de Armando B. Ginés, en un artículo de Rebelión, «lo que se pretende es satanizar la libertad de la mujer en general, tanto la occidental como la árabe, estableciendo dos formas contrapuestas de ser femenina, una supuestamente libre [?], el prototipo de la mujer occidental delgada, depilada y siempre pendiente de su belleza física, y otra oscura y medieval simbolizada en la imagen de una mujer árabe anulada bajo su indumentaria tradicional. Ambos iconos son producto del imaginario del hombre, de la cultura capitalista que quiere perpetuar los roles clásicos de dominación en sus espacios inveterados: arriba el hombre activo, abajo, la mujer pasiva y objeto de la pasión masculina».
Nadie duda de que las mujeres musulmanas han de recorrer un largo trecho en su lucha por sus derechos plenos, allí y aquí, pero no es con prohibiciones, anatemas y restricciones como ello pueda lograrse. Creo que la lucha por su igualdad plena debe partir de ellas mismas, con un empoderamiento propio, sin tutelaje por parte del hombre ni, por supuesto, del Estado. Algunas ya han empezado a recorrer el camino: en Berlín y Londres se sucedieron hace unos días varias manifestaciones de protesta en las que las manifestantes enarbolaban una pancarta que rezaba así: «Islamofobia no es libertad».
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