http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2016/07/21/ecos-mar/754441.html
Me despierto con el sonido de las
gotas de lluvia que golpean el tejado de mi pequeña cabaña de madera. Afuera,
el campamento (me resisto a emplear el anglicismo camping) en silencio. Gentes
que descansan tras unos días de playa en los que el fuerte calor azotó estas
costas valencianas. Estamos en julio, pero hoy el ambiente es otoñal. El rumor
del viento, al sacudir las ramas del arbolado, se mezcla con el fragor
procedente de un Mediterráneo embravecido. Ando unos metros y me asomo al mar. Oteo
el horizonte. Ni rastro de esos veleros que, días atrás, surcaban sus plácidas
aguas. Tampoco se ven las tablas a vela que, la tarde anterior, poblaban las aguas
y el cielo de la playa con unos esforzados deportistas que han de domeñar el
viento con su fuerza muscular para deslizarse, raudos, sobre la superficie del
mar. El mismo viento de levante que dibuja ondas, siluetas blanquecinas,
lechosas, y hace que minúsculas gotas acaricien mis mejillas. El espectáculo
visual atrae, por hermoso. Pero de ese bello Mediterráneo, el Mare Nostrum de
nuestros ancestros, me llegan otros ecos.
Cierro los ojos. Aguzo el oído. Creo percibir voces humanas.
Llantos infantiles. Gritos de auxilio de adultos. Sin duda, sonidos
transportados por el viento, desde muy lejos. No es posible. Estamos a miles de
kilómetros de las costas griegas y turcas. Todo ha de ser producto de mi
imaginación. ¿O no?
Inmediatamente evoco la imagen de
ese cuerpo infantil, exánime, al que el mar arrebató la vida, en brazos de
aquel voluntario que lo recogiera de la orilla de la playa. Golpean mi mente
las imágenes de esas frágiles barcazas atestadas de seres humanos desesperados
que intentan alcanzar las supuestas tierras de promisión. Al momento, este
Mediterráneo idílico, el mar que sirviera de nexo común cultural entre sus
pueblos ribereños, se me transmuta en un horrible lugar de muerte. Un
cementerio. Y, por un momento también, me asaltan sentimientos de tristeza, de
impotencia. Y, por qué no qué no decirlo, de culpabilidad por sentirme parte de
esas miríadas de personas que, estos días, se solazan al sol, ajenas a tanto
drama humano. Sentimiento que se solapa con mi firme convicción de que hay
culpables directos de tanta tragedia evitable. Me indigno. Y pienso.
Me indigno al recordar la
procedencia de esos seres desesperados: Afganistán, Irak, Siria, Libia,
Somalia… países a los que hoy llamamos Estados fallidos. Y pienso si, tras
tanto gesto hipócrita, tras tantas afirmaciones rimbombantes de unos jerarcas
europeos y mundiales que abogan por la justicia y la paz mundiales no hay sino
turbios y criminales intereses causantes de esa situación.
Me indigno, pues, al conocer, en
virtud del Informe Chilcot, algo que ya sabíamos: que detrás de tanto drama
humano hay responsables directos. Y pienso. Mi mente evoca la foto del Trío de
las Azores, con un expresidente Aznar
ejerciendo de chambelán, consciente de su posición subordinada a los dueños del
Imperio, pero intentado emular su grandeza y poderío, con ese ridículo gesto de
poner los pies sobre la mesa.
Me indigno al constatar que la
inseguridad, el miedo y la incertidumbre que hoy atenazan al mundo tienen sus
causas en la actuación criminal de quienes, sabedores de su poder, actúan con
la certeza de que van a escapar de las garras de la Justicia. Y pienso cómo
esos mismos poderosos han hecho lo imposible por desautorizar y desacreditar a
una Corte Penal Internacional (CPI) incapaz de juzgar tan lacerantes crímenes
de guerra.
Me indigna que la diligencia que muestra esa CPI en juzgar y condenar a dictadores africanos negros no sea la misma para los criminales dirigentes blancos. Y pienso si, acaso, pudiera llegar el día en que podamos dotarnos de una auténtica Justicia Universal…
De ese Mare Nostrum me llegan
otros ecos. Hoy he despertado de nuevo con grises nubes de levante cubriendo
estos cielos de la costa valenciana. El rumor del mar es el único sonido
perceptible, a estas primeras horas de la mañana, en un campamento en silencio.
Pero, al momento, creo percibir otros ecos. Esta vez, más próximos. Sí, son
llantos, gritos de terror, de auxilio.
Abro mi celular y me encuentro con la noticia: 84 personas han muerto en
Niza, en esa dorada Costa Azul francesa, víctimas de la actuación criminal de
un loco intransigente. Otra vez el Mediterráneo como escenario.
Me indigno. Y pienso que nuestro
ánimo se encoge cuando las víctimas son de los ‘nuestros’, pero que no
mostramos igual empatía con las de los recientes atentados de Bagdad. Pienso en
los telediarios del día de hoy, que, como de costumbre, incidirán en lo de
siempre: enérgicas condenas, datos prolijos sobre la personalidad del criminal
del camión, apelaciones a la unidad de los demócratas… Y pienso, una vez más, en
las dosis de manipulación e hipocresía necesarias para intentar justificar y
ocultar la indudable responsabilidad de los también criminales dirigentes de
Occidente en la gestación de tanta barbarie.
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