"No suelo ver los debates del Estado de la Nación. La escenificación que se produce en el hemiciclo de las Cortes, más pensada para su amplificación mediática que para la atención de sus señorías, hace que aquéllos no me resulten interesantes"
DIEGO JIMÉNEZ
No suelo ver los debates del Estado de la Nación. La escenificación que se produce en el hemiciclo de las Cortes, más pensada para su amplificación mediática que para la atención de sus señorías, hace que aquéllos no me resulten interesantes. El recurso a la prensa me suele bastar para estar al día de lo abordado en la sesión. Pero hace unos días hice una excepción. A partir de las seis de la tarde del pasado 28 de junio me senté ante el televisor.
La sesión tenía un tinte de despedida, pues, pese a la negativa del presidente del Gobierno a anticipar fechas sobre un posible adelanto electoral, esta posibilidad flotaba en el ambiente. Con todo, aunque para un sector de la prensa quizás éste fuera el asunto estelar, el debate de días pasados nos confirmó el divorcio existente entre la acción del Gobierno y el Parlamento y lo que se demanda en la calle. Así, las propuestas de Durán (CiU), próximas a las demandas de Bruselas, y el discurso pleno de alusiones metafóricas y levemente crítico con los recortes sociales de Erkoreka (PNV) eran lo que se esperaba. Como también eran de esperar las duras posiciones críticas de Ridao (ERC), Llamazares (IU) y Buenaventura (ICV) en contra de la deriva neoliberal del Gobierno.
Zapatero, denostado por la derecha, estuvo también a la defensiva ante las posiciones de izquierda. Me llamó la atención, sobre todo, su alusión a ese principio de realidad que ha guiado la actuación del Gobierno desde mayo de 2010, cuando anunció las drásticas medidas de ajuste que se veía compelido a adoptar. Espetado por los portavoces de la izquierda (Ridao, Llamazares y Buenaventura) no tuvo ningún reparo en reconocer que la presión de los omnipresentes mercados está detrás de las impopulares medidas que ha tenido que poner en práctica. Con lo que, de entrada, nos da la razón a quienes pensamos que, en efecto, en estos momentos, más que nunca, se está produciendo una subordinación de la Política a la Economía. Postura nada justificable, desde nítidas posiciones de izquierda, pues evidencia la pérdida del norte de una supuesta izquierda socialdemócrata que, en España como en otros países de Europa, se ha plegado a las propuestas neoliberales procedentes de instancias internacionales.
En las sesiones de las Cortes falta mucha pedagogía. El discurso de sus señorías, farragoso y técnico en la mayoría de las ocasiones, queda muy alejado de lo que la ciudadanía quiere conocer. Para ser más creíble, Zapatero debiera haber descendido a datos que entran de lleno en ese otro principio de realidad que se nos oculta. Zapatero no dijo que, en estos últimos diez años, se ha ido produciendo un aumento espectacular del trasvase de las rentas del trabajo hacia las del capital. Tampoco aclaró que el actual déficit del Estado español viene dado, entre otras causas, por la inyección de casi 100.000 millones de euros a una banca que, saneadas sus cuentas de resultados, no hace fluir el crédito. Esto ha ocasionado, a su vez, el cierre de empresas, una contracción de la demanda, el aumento del paro y la consiguiente disminución de los ingresos fiscales.
Además, la financiación de la deuda cuenta con el perverso mecanismo de unos bancos que piden prestado al 1% o 1,5% de interés para cobrarle a los Estados el 5% o 6%. Zapatero no reconoció que el déficit público, además, supone una presión de los mercados sobre los Gobiernos para políticas de austeridad que faciliten la apropiación por parte del capital privado de empresas y servicios públicos esenciales para la comunidad. Para entender esto basta con mirar hacia Grecia.
En línea con esa actitud responsable que dice que preside su acción del Gobierno, Zapatero tendría que haber adoptado, hace tiempo, un decisión drástica. Ante la presión de los mercados que hacía imposible el cumplimiento de sus promesas electorales, quizás el anuncio oportuno de su negativa a gestionar la crisis del capitalismo (con la consiguiente dimisión) hubiera sido un gesto que le hubiera honrado. Otra posibilidad hubiera sido dar un giro a la izquierda. El que le han venido reclamando los portavoces parlamentarios de izquierdas. No lo hizo. Y así nos va.