La guerra que devasta Siria, que según la ONU ha destruido el
90% del país y ciudades como Alepo, hoy un montón de escombros, es una consecuencia directa, y a su vez una continuación, de la
desmembración de Iraq y Libia, hoy Estados fallidos como consecuencia del juego
de intereses cruzados de carácter geoestratégico por parte de las grandes
potencias, fundamentalmente EEUU y Rusia, que dilucidan en estos escenarios de
Oriente Próximo su rivalidad sin llegar al enfrentamiento directo. Estamos,
pues, en lo que muchos analistas, a la vista de la multitud de conflictos
bélicos que se libran en esa zona del mundo y en el continente africano, consideran
una tercera guerra mundial solapada.
Empecemos con la guerra de Siria. La simplificación que de la
misma se viene haciendo frecuentemente, achacando la responsabilidad directa a
la maldad intrínseca del régimen de Bachar
Al Asad, no se sostiene. Aunque bien es cierto que el conflicto tuvo su
punto de arranque en la ‘primavera árabe siria’, allá por el 2011, en la guerra
que asola este país, otrora estable, próspero y de los más aperturistas del
mundo árabe, se dan cita, como en un partido de fútbol, dos equipos: en el de
EEUU (con sus aliados europeos de la OTAN) juegan claramente Arabia Saudí,
Emiratos Árabes Unidos y Egipto, con Israel cerca, ‘viéndolas venir’, pero para
el que su preocupación máxima sigue siendo aplastar a los palestinos.
En el de Rusia, como es sabido, se alinean Al Asad, Irán,
Iraq y Hezbolá. Otros actores en la zona son los kurdos, que han venido
luchando contra el ISIS pero que, a su vez, han sido atacados por Turquía. Este
país se mueve entre dos bandos: potencial aliado de Occidente, por su
pertenencia a la OTAN y por su carácter de Estado ‘gendarme’ encargado de
controlar el flujo de refugiados sirios, ha venido beneficiándose, hasta ahora,
del petróleo de contrabando que venía extrayéndose de los campos controlados
por el Estado Islámico en Siria y NW de Iraq. El cinismo en estado puro.
Hay, además, en este conflicto, actuaciones que rozan la
paranoia, como el indisimulado apoyo que ha venido prestando el wahabismo
saudí, de raíz suní, a los yihadistas combatientes en territorio sirio,
autores, no lo olvidemos, de los salvajes atentados en suelo europeo, y la
asistencia sanitaria de hospitales israelíes a combatientes fundamentalistas
cercanos a la frontera de Siria con el Líbano.
Por si el avispero sirio no fuera suficiente, otro conflicto
de la zona, el del Yemen, la convierten en un polvorín. Y como en el caso
sirio, chocan los intereses cruzados de Arabia Saudí e Irán, pues los saudíes y
sus aliados consideran vital la victoria en Yemen para contrarrestar la
creciente influencia iraní. El frente de guerra apenas se ha movido unos 100
kilómetros en estos últimos años, y las tropas gubernamentales yemeníes están
expuestas a los ataques de los rebeldes huthíes, que cuentan con el apoyo de las
monarquías petroleras del Golfo, mientras la población agoniza entre
enfermedades y falta de alimentos.
Las consecuencias de estos conflictos son aterradoras. En
Yemen, el número de personas que pasa hambre ha aumentado un 68% y alcanza casi
los 18 millones, pues los alimentos que llegan son cada vez más caros. En
Siria, y según cifras de Telesur, han fallecido ya 400.000 personas, contándose
con 11 millones de desplazadas, 6 millones internamente y 5 millones de
refugiadas en otros países, siendo las mujeres y niños/as las principales
víctimas.
En este contexto bélico, la responsabilidad occidental es
evidente. Pero dejemos de lado, por ahora, a Trump, un estadista de cuya capacidad mental hay que dudar cada
día. Hablemos de España. La ONG Oxfam nos alerta de que entre 2015 y 2017
nuestro país ha autorizado 202 licencias de exportación de armas a Arabia
Saudí, Bahréin, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Jordania, Kuwait, Marruecos y
Qatar, miembros de la coalición que bombardea el Yemen. Por otro lado, está la reciente
la visita a España de Mohammed bin
Salman, heredero saudí, que firmó con el Gobierno un total de cinco
acuerdos, entre ellos el que da cobertura a la compra de cinco corbetas a
fabricar en los astilleros públicos de Navantia de Ferrol y Cádiz por un
importe de 2.000 millones de euros. Acuerdo al que acompaña otro por el que la
Armada española se encargará de formar e instruir a 700 marinos saudíes.
Y como reflexión final, el ‘regalo’ con el que Trump, Theresa
May y Macron obsequiaron al
pueblo sirio: esos misiles bonitos e inteligentes que contribuyeron a aumentar
la evidente devastación del país. Dejando de lado la autoría del ataque con
armas químicas, y si éstas –como ya ocurriera con las armas de destrucción
masiva de Sadam Husein- existen o no y están en poder de Al Asad o de
los grupos rebeldes, lo cierto es que la perversión y manipulación del
lenguaje, y más cuando se está tratando de temas bélicos, hacen que el horror
se constituya en un mal menor justificable. Sobre todo, cuando éste parte de
Occidente.
Empero, nada se dice de que el denostado, por dictatorial,
gobierno cubano ha establecido relaciones de cooperación con el gobierno sirio
para la provisión de medicinas y ayuda personal. Desde 2016, y sobre todo desde
los últimos ataques con misiles, esa ayuda se ha concretado en lo siguiente:
2.000 médicos cubanos, 1.680 enfermeras/os, 35 técnicos de laboratorio, 2.000
toneladas de medicamentos y más de 25.000 dosis de vacunas, pues más de 11
millones de personas precisan hoy de ayuda humanitaria. Pero, tras la reciente
elección de Miguel Díaz-Canel como
presidente de Cuba, se seguirá tildando de dictadura el régimen de ese país. Una
dictadura que provee ayuda humanitaria. Eso se omite interesadamente. Porque
nos quieren convencer de que la democracia se defiende mejor con bombas.
Diego Jiménez @didacMur
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