(Publicado en La Opinión. 17/6/2008)
Vivimos una época de retrocesos históricos. El anuncio de Directiva Europea, a propuesta de los Ministros de Trabajo de la UE, que fija el límite de la jornada laboral en 65 horas semanales es uno de ellos. Siglos de luchas obreras que costaron sangre, sudor y lágrimas para regular una jornada laboral digna pueden quedar sepultados. Recordemos que la OIT estableció en 1919 la jornada laboral de ocho horas al día. La tendencia a la reducción gradual de la jornada de trabajo era el signo distintivo de una Europa que, en el siglo XIX, con el liberalismo progresista, primero, y con el empuje del movimiento obrero, más tarde, caminó en la senda del progreso económico, cultural y social. Pero las conquistas sociales están ahora en franca retirada. Europa, como EE UU, abraza hoy otro tipo de liberalismo, hoy llamado neoliberalismo, que, como el liberalismo doctrinario del que se nutre, niega derechos universales y propugna la atrofia del papel del Estado en lo social pero que, cuando se trata de defender los privilegios de los de siempre, no duda en reclamar su intervención. Un ejemplo reciente: cuando, con ocasión de la crisis de las ‘subprime’ en los EE UU, el sistema financiero quedó renqueante, los bancos en apuros reclamaron la presencia de papá-Estado para que les insuflara miles de millones de dólares. El sistema, basado en el consumo desaforado de una mayoría de ciudadanos -reducidos a la mera condición de consumidores y menos a la de ciudadanos- y en la especulación financiera, quedaba de nuevo a salvo. Para los desheredados de EE UU, la ‘sopa de caridad’ (28 millones de norteamericanos subsisten con las cartillas de racionamiento) cumple la misión de esconder las lacerantes carencias.
En nuestro ámbito más cercano, la vieja Europa, orgullosa de ser la cuna de la civilización occidental desde que alumbrara con las ideas de la Ilustración un nuevo Orden, camina hoy de la mano del gigante hermano del otro lado del Atlántico. En realidad, podemos decir que se han difuminado las fronteras nacionales. No para frenar la inmigración, que para eso se legisla y reprime, pero sí para la adopción de moldes idénticos a uno y otro lado del Océano. Atrofia del Estado social, pues y, en contrapartida, máximo poder para las multinacionales que dominan la política y la economía mundial. Cuando hace unos días la UE nos sorprendía con la propuesta de la Directiva del Retorno, la que prevé periodos de retención de los extranjeros de hasta 18 meses en los centros de internamiento, muchos veíamos claro que estábamos atravesando un peligroso umbral. Que la burocracia-tecnocracia de Bruselas pueda decidir, al margen de los magistrados llamados a aplicar la ley y de los parlamentos nacionales encargados de legislar, sobre la suerte de miles de desheredados que buscan una oportunidad en la rica Europa es, como mínimo, bochornoso. Ahora, al eliminar prácticamente los límites a la jornada de trabajo, las empresas transnacionales tienen en nuestro continente un lugar privilegiado para poner en práctica el ‘dumping’ social, el traslado de sus negocios a aquellos países en los que la legislación laboral sea más permisiva con el capital y, por consiguiente, más restrictiva con los derechos humanos y de los trabajadores. Las previstas expulsiones masivas de inmigrantes, perniciosas medidas ideadas por individuos de la calaña de Berlusconi y Sarkozy, van a suponer que habrá en Europa menos trabajadores pero idéntica carga de trabajo (el negocio es el negocio, y el crecimiento no puede detenerse) que ha de recaer sobre las espaldas de los nuevos desheredados europeos llamados a ejecutarla. El caso es mantener la tasa de ganancia. La acumulación capitalista ha de continuar. De ahí el énfasis que pone la derecha en la rebaja de impuestos que, junto con jornadas laborales agotadoras, incrementarían la capacidad adquisitiva de los trabajadores-consumidores (devoradores de bienes), que no ciudadanos.
Escribo estas reflexiones cuando me llegan noticias de que los irlandeses han decidido en referéndum que no quieren este modelo de Europa. Yo ya dije que no, con ocasión del nuestro. Visto lo visto, deserto decididamente de esta Europa del capital.
Diego Jiménez didac_mur@yahoo.es
Vivimos una época de retrocesos históricos. El anuncio de Directiva Europea, a propuesta de los Ministros de Trabajo de la UE, que fija el límite de la jornada laboral en 65 horas semanales es uno de ellos. Siglos de luchas obreras que costaron sangre, sudor y lágrimas para regular una jornada laboral digna pueden quedar sepultados. Recordemos que la OIT estableció en 1919 la jornada laboral de ocho horas al día. La tendencia a la reducción gradual de la jornada de trabajo era el signo distintivo de una Europa que, en el siglo XIX, con el liberalismo progresista, primero, y con el empuje del movimiento obrero, más tarde, caminó en la senda del progreso económico, cultural y social. Pero las conquistas sociales están ahora en franca retirada. Europa, como EE UU, abraza hoy otro tipo de liberalismo, hoy llamado neoliberalismo, que, como el liberalismo doctrinario del que se nutre, niega derechos universales y propugna la atrofia del papel del Estado en lo social pero que, cuando se trata de defender los privilegios de los de siempre, no duda en reclamar su intervención. Un ejemplo reciente: cuando, con ocasión de la crisis de las ‘subprime’ en los EE UU, el sistema financiero quedó renqueante, los bancos en apuros reclamaron la presencia de papá-Estado para que les insuflara miles de millones de dólares. El sistema, basado en el consumo desaforado de una mayoría de ciudadanos -reducidos a la mera condición de consumidores y menos a la de ciudadanos- y en la especulación financiera, quedaba de nuevo a salvo. Para los desheredados de EE UU, la ‘sopa de caridad’ (28 millones de norteamericanos subsisten con las cartillas de racionamiento) cumple la misión de esconder las lacerantes carencias.
En nuestro ámbito más cercano, la vieja Europa, orgullosa de ser la cuna de la civilización occidental desde que alumbrara con las ideas de la Ilustración un nuevo Orden, camina hoy de la mano del gigante hermano del otro lado del Atlántico. En realidad, podemos decir que se han difuminado las fronteras nacionales. No para frenar la inmigración, que para eso se legisla y reprime, pero sí para la adopción de moldes idénticos a uno y otro lado del Océano. Atrofia del Estado social, pues y, en contrapartida, máximo poder para las multinacionales que dominan la política y la economía mundial. Cuando hace unos días la UE nos sorprendía con la propuesta de la Directiva del Retorno, la que prevé periodos de retención de los extranjeros de hasta 18 meses en los centros de internamiento, muchos veíamos claro que estábamos atravesando un peligroso umbral. Que la burocracia-tecnocracia de Bruselas pueda decidir, al margen de los magistrados llamados a aplicar la ley y de los parlamentos nacionales encargados de legislar, sobre la suerte de miles de desheredados que buscan una oportunidad en la rica Europa es, como mínimo, bochornoso. Ahora, al eliminar prácticamente los límites a la jornada de trabajo, las empresas transnacionales tienen en nuestro continente un lugar privilegiado para poner en práctica el ‘dumping’ social, el traslado de sus negocios a aquellos países en los que la legislación laboral sea más permisiva con el capital y, por consiguiente, más restrictiva con los derechos humanos y de los trabajadores. Las previstas expulsiones masivas de inmigrantes, perniciosas medidas ideadas por individuos de la calaña de Berlusconi y Sarkozy, van a suponer que habrá en Europa menos trabajadores pero idéntica carga de trabajo (el negocio es el negocio, y el crecimiento no puede detenerse) que ha de recaer sobre las espaldas de los nuevos desheredados europeos llamados a ejecutarla. El caso es mantener la tasa de ganancia. La acumulación capitalista ha de continuar. De ahí el énfasis que pone la derecha en la rebaja de impuestos que, junto con jornadas laborales agotadoras, incrementarían la capacidad adquisitiva de los trabajadores-consumidores (devoradores de bienes), que no ciudadanos.
Escribo estas reflexiones cuando me llegan noticias de que los irlandeses han decidido en referéndum que no quieren este modelo de Europa. Yo ya dije que no, con ocasión del nuestro. Visto lo visto, deserto decididamente de esta Europa del capital.
Diego Jiménez didac_mur@yahoo.es
3 comentarios:
De vergüenza, amigo Diego, una verdadera vergüenza. No podemos desertar, es lo que tenemos, y ya se ve que luchar es difícil y una tarea casi inhumana. Este retroceso es difícil de aceptar, aunque se sabe a qué se debe. ¿Qué se puede hacer? Hasta los socialistas lo han votado. Qué angustia.
Entro ahora a decirte una cosa. No sé si has visto lo que es un tag en mi blog. Me propuso supersalvajuan un tag de cocina y lo acepté, para probar, porque es divertido y porque entendí que es un modo de difusión entre blogs. Lo mismo que se hace con asuntos triviales, se puede hacer con asuntos serios, sociales y preocupantes. Miralo y si estás de acuerdo, podemos lanzar un tag contra esta directiva oprobiosa. Si tienes dudas o no te aclaras, te mando luego un mensaje explicándolo.
Mal se nos pone Diego, parece ser que finalmente han aprobado la Directiva de retorno (me lo acaba de hacer saber Clares) y, desde luego, la cosa se va poniendo fatal. Peligran los derechos laborales, sindicales, humanos... tantas conquistas que ya nos parecían para siempre, se tambalean ahora.
Por cierto aunque no se muy bien eso del tag, contar conmigo para cualqier iniciativa en el sentido que dice Clares.
Saludos a los dos y, a ser optimistas (no queda otra)
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