martes, 18 de diciembre de 2012

Aquellos años de adoctrinamiento

http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2012/12/18/anos-adoctrinamiento/445207.html


Como dijera Machado, mi infancia son recuerdos de una húmeda y destartalada escuela, unitaria y de niños, por supuesto. Y  no había un  huerto claro en donde madurara el limonero. A un metro escaso de las puertas de aquel local privado, arrendado por un vecino de la Media Legua  al Ayuntamiento de Cartagena para poder impartir las clases  a aquellos niños del Hondón, se situaba la carretera que, aún hoy, conduce desde Cartagena a La Unión.  Don Antonio, el maestro, fiel a las consignas que emanaban de arriba, nos recibía a diario desde su pupitre con aquella fórmula “Sin pecado concebida”, como respuesta a nuestra obligada salutación en forma de “Ave María purísima”. El posterior izado de la bandera nacional, situada en una de las ventanas, era el preludio del comienzo de las clases.  La escuela, un local con un alto tejado a doble vertiente sujeto por vigas de hierro en el centro, alojaba a no menos de treinta chiquillos inquietos, mal vestidos y con frecuencia desnutridos. Aún retengo en mi pituitaria los olores de aquella cacerola de leche en polvo, calentada en un hornillo eléctrico, con la que las autoridades, en virtud de la ‘generosidad’ norteamericana,  trataban de suplir nuestras evidentes carencias alimenticias.
Nací en enero de 1953. El año en el que empezó a resquebrajarse lentamente el aislamiento internacional del régimen franquista en virtud de los acuerdos militares con los Estados Unidos. Y el año en que, el 27 de agosto, Alberto Martín Artajo  y Fernando María Castiella firmaron el Concordato que consolidaba un fuerte Estado confesional, y cuyo artículo 26 otorgaba a la Iglesia Católica, como en los tiempos de Isabel II, no sólo la supervisión de los contenidos educativos sino también la vigilancia de los centros docentes.  A esa escuela llegué en el curso 1960-61, con siete años de edad.
La obligada memorización de los himnos franquistas  y la reiterada presencia de lo religioso en nuestra existencia cotidiana intentaban moldear nuestras mentes infantiles. Crecimos, en aquellos años 60, con las orientaciones educativas dictadas por la férrea estructura educativa que impusiera Ibáñez Martín en 1945. 
Empero, le debo a Don Antonio, el maestro de aquella escuela, el que mis padres viesen conveniente darme estudios. Accedí al instituto en 1963,  superada la prueba de ingreso con diez años de edad. Eran los tiempos de la puesta en práctica de la Ley sobre Ordenación de la Enseñanza Media, de 26 de febrero de 1953. La que establecía dos bachilleratos, el elemental y el superior, separados por una reválida. Y  la que exigía otra reválida tras el bachillerato superior para acceder al Preu. No guardo muy gratos recuerdos de mi paso por el antiguo instituto Isaac Peral de Cartagena. Aquellos profesores y catedráticos aparecían ante nosotros con un autoritarismo que era una reproducción mimética del inherente al régimen político. Ese carácter tenían las tediosas y doctrinarias clases de ‘política’, cuya asignatura, la Formación del Espíritu Nacional [sic], impartía el falangista José Torrano. Pero mentiría si dijera que ninguno me dejó huella. Recuerdo, con cierta nostalgia, aquellos  buenos apuntes de la historia de la Reconquista de la profesora valenciana María Amparo Ibáñez. Como vienen a  mi  memoria, aún con cierta zozobra, los exigentes exámenes de matemáticas del catedrático Joaquín Dopazo. 
El nuevo instituto Isaac Peral lo inauguramos en 1968, año en que España se disponía a abandonar apresuradamente su provincia de Guinea Ecuatorial. Pero los estudiantes de entonces vivíamos ajenos a casi todo lo que acontecía a nuestro alrededor. Por lo que no nos enteramos del mayo del 68 francés, y sólo tuvimos vagas referencias de los sucesos de la primavera de Praga. Años ya finales del régimen franquista, pero con la sempiterna presencia de la religión católica en el currículum. En ese tiempo, coincidí en el instituto con el escritor Arturo Pérez Reverte, que recaló allí tras su expulsión del colegio marista. Un grupo de estudiantes entusiastas, bajo la supervisión (¡cómo no!) del cura Joaquín Casanova, dábamos vida a nuestra revista juvenil “Proa”, en cuya redacción ya destacaba la pluma de Arturo.  Años aquellos en que,   intentando romper las férreas barreras impuestas por las rígidas estructuras educativas, Antonio Gil y Gloria Sánchez Palomero, catedráticos respectivamente de Latín y Griego, nos inculcaron el gusto por las lenguas clásicas, Chelo Baíllo trataba de informarnos sobre las desconocidas leyes de Mendel, mientras que Juan Ros nos adentraba en el sugerente mundo de la literatura.
Aquellos años me resultan inolvidables. Pero sólo porque me retrotraen a una época de mi vida que me resulta irrecuperable.  Pese a los intentos del régimen, no lograron dejar totalmente planas nuestras mentes. Pero  lo intentaron. Por eso, cuando oigo las posiciones y principios ¿educativos? que defiende el ministro de Educación José Ignacio Wert,  un cierto escalofrío recorre mi cuerpo. No quisiera que, por nada del mundo, volviéramos a aquella época ni, por supuesto, a aquella escuela.

martes, 4 de diciembre de 2012

¿Cataluña dual?

http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2012/12/04/cataluna-dual/442620.html

Con una sonora pitada fue recibida la llegada del rey Juan Carlos I en el palco presidencial del estadio olímpico de Montjuic, el 25 de julio de 1992, en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos ‘Barcelona 92’. No era la primera vez que los Borbones españoles eran cuestionados en Cataluña. El pueblo llano tiene memoria histórica. Y el catalán no puede desprenderse de la carga emocional que conllevan ciertos hechos del pasado. Aun alejados en el tiempo, aún resuenan en las calles de la ciudad condal los ecos de aquel fuego de artillería con que el mariscal James Fitz-James, duque de Berwick, castigó a la ciudad a partir de la madrugada del 11 de septiembre de 1714. Rendida el día 13 de ese mes, los Decretos de la Nueva Planta, impuestos por la vencedora monarquía borbónica, desposeyeron a Cataluña de sus  fueros, e impusieron el español como la única lengua oficial.  Cataluña, a juicio del primer Borbón, Felipe V, era merecedora de tal castigo por el hecho de no haberse plegado a sus designios y por haber apoyado al candidato austriaco, el Archiduque Carlos, en aquella Guerra de Sucesión a la Corona de España a la que puso fin el Tratado de Utrecht (1713).

Un nuevo bombardeo de Barcelona, esta vez ordenado por el general Espartero, se produjo el día 3 de diciembre de 1842. El regente aplacó, con sangre y fuego, la rebelión de la ciudad provocada por la crisis del sector algodonero y la firma de un acuerdo de librecambio con Inglaterra que perjudicaba a la industria textil catalana. La justificación de este hecho de fuerza vino acompañada de su frase: “A Barcelona hay que bombardearla al menos una vez cada 50 años".

Ni que decir tiene que durante el franquismo Cataluña no corrió mejor suerte, como le ocurrió al resto de españoles. Hay, pues, motivos históricos suficientes  como para que el pueblo catalán se haya venido sintiendo agraviado respecto del centralismo de Madrid, por lo que un notable sector de la sociedad catalana abraza las tesis soberanistas. Pero, dicho esto,  es innegable que lo peculiar del soberanismo catalán  del siglo XXI es que parte de las reivindicaciones segregacionistas están siendo esgrimidas por una coalición, CIU, que representa sobre todo a la burguesía catalana y se presenta como heredera del espíritu que impregnó el inicial nacionalismo catalanista de  las Bases de Manresa de 1892  impulsadas por Enric Prat de la Riba, pero  muy alejado entonces de veleidades secesionistas.

A la hora de redactar estas líneas, siguen las difíciles negociaciones tendentes a conformar una mayoría estable de Gobierno en Cataluña tras las elecciones del pasado día 25 de noviembre. Voces interesadas deslegitiman la pretensión soberanista que sustentó  la campaña electoral de algunas formaciones políticas. Pero la consulta, aunque se ha desinflado un tanto a la luz de los resultados electorales,  no está descartada, en la medida en que, de renunciar a ella, CiU quedaría condenada políticamente ante  muchos de  sus  partidarios  que apuestan por la autodeterminación catalana.

Pero no puede atribuirse en exclusiva la burguesía catalana la bandera soberanista. En las pasadas elecciones ha sido perfectamente constatable que el voto nacionalista ha sufrido también un importante corrimiento hacia la izquierda, hacia las fuerzas que se oponen al proyecto de saqueo impuesto por el FMI y Berlín. Los votos y escaños que pierde CiU se trasvasan mayoritariamente hacia Esquerra Republicana de Catalunya. Y emerge con fuerza, con tres escaños, la Candidatura d’Unitat Popular (CUP), una fuerza independentista con un programa de redistribución de la riqueza y opuesto frontalmente a los dictados de Merkel y Bruselas. No es tan clara, pues, la insistente afirmación de que estas elecciones nos han dejado una Cataluña dual. Recordemos que las fuerzas que sustentan a los gobiernos encargados de ejecutar los recortes y ajustes en Madrid o en Barcelona (CiU y PP) pierden 11 escaños, sumando un total de 1 millón 583 mil votos, mientras que, por el contrario, las fuerzas parlamentarias que se oponen a ellos suman 1 millón 653 mil, ganando más de 600 mil votos.

En Cataluña, pues, parece que, a la luz de los resultados electorales, podría empezar a consolidarse un amplio frente de izquierdas entre las fuerzas que realmente se oponen a los recortes sociales, y para las cuales la marcha hacia la independencia debería ser, dada la situación actual, una cuestión secundaria.  La dificultad puede estar en que en ese proceso de sumar y acumular fuerzas parece descolgarse ERC, obcecada en persistir en una consulta soberanista que le arroja, inevitablemente, en manos de CiU. Pero, insisto, el nuevo mapa político surgido de los pasados comicios está bastante alejado de lo que ha venido denominándose una Cataluña dividida (dual).