martes, 22 de septiembre de 2020

DE ALEPO A LESBOS

 https://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2020/09/22/alepo-lesbos/1147237.html


Desde hacía años, mi ciudad había sido un objetivo militar para los distintos bandos contendientes. Aquella mañana de junio de 2016 dormía plácidamente, porque ya me había habituado a los sonidos de la guerra. Pero ese día me despertaron los gritos desesperados de mi madre.

-¡Nos bombardean de nuevo!

El tableteo de las ametralladoras, las bombas de la aviación, los obuses de la artillería y el fuego de mortero se enseñorearon de mi barrio. De pronto, un espantoso estruendo. Cuando me recuperé del aturdimiento y la ceguera provocada por una nube de polvo que olía a pólvora y azufre, pude comprobar que el que había sido mi piso en mi bella ciudad, Alepo, Patrimonio de la Humanidad, había quedado reducido a escombros. Busqué desesperadamente a mi familia entre las ruinas de la casa. Horrorizado, encontré el cuerpo de mi madre, Sana, horriblemente mutilado. No me había repuesto aún del choque emocional que tal imagen me produjo, cuando puede oír las voces apagadas de mi padre, Tarik, en un extremo del piso:

-Hazem, hijo, Hazem, Hazem…

Hasta la horrible guerra que se ensañó con virulencia sobre nuestro país a partir de 2011, crecí feliz en una familia de clase media. Mi padre comerciaba con países vecinos y eran frecuentes sus viajes a Jordania. Mis estudios en el instituto habían concluido ese verano y, pese al horror de la guerra, mis perspectivas de matricularme en la Universidad de Damasco para, en un futuro, ejercer la Medicina permanecían intactas.

-Hazem, ¿qué ha pasado? –parecía estar bien, aunque sangraba por la cabeza y su rostro, bañados los surcos que delataban el paso de los años por el sudor y el polvo, aparecía más demacrado que de costumbre - ¿Dónde está tu madre?

No supe qué contestarle. Me desplomé junto a él, de rodillas en el suelo. En la calle, ululaban las sirenas. Transcurrieron unas horas, interminables, hasta que unos brazos amigos de la Media Luna Roja nos rescataron de aquellas ruinas. Nos instalaron en un pabellón de deportes de mi barrio. Dos días después, enterramos a mi madre.

-Hazem, no tenemos nada que hacer aquí. Tenemos que huir de este infierno –dijo mi padre a la mañana siguiente-. Nuestro destino está en el exilio.

Me costaba asumir que la guerra hubiera condicionado nuestro futuro. Que mi sueño de ejercer la Medicina en mi patria, a la que tanto amaba, quedara truncado por la guerra. Pero no le contradije. En Siria, mi país, una estricta educación nos ha enseñado a obedecer y respetar a nuestros mayores.

Unos días después,  con nuestros escasos pertrechos, viajábamos en un camión desvencijado, traqueteante, abarrotado hasta los topes, hasta la frontera turca. En ella, hubimos de esperar a ser registrados por unos funcionarios desbordados por una situación que, sin duda, les sobrepasaba. Nos esperaba el campo de refugiados de Osmaniye. De paso por las aldeas que encontramos en el trayecto, nos observaban compasivos unos humildes campesinos, quizás solidarios con nuestro dolor. La estancia en aquel campo, en el que en contra de lo esperado fuimos tratados bastante bien, duró unos meses.

-Hazem, … Alemania. Hemos de intentar llegar a Alemania –la perspectiva de alejarme más de la que, hasta hacía poco, había sido mi patria no me seducía demasiado. Quizá por ello le objeté:

-No lo vamos a tener fácil, papá. Los refugiados sirios somos, en estos momentos, unas marionetas, atrapados en el fuego cruzado de intereses entre una Unión Europea que exige a Turquía que frene el flujo de refugiados y un presidente turco, Erdogan, que nos utiliza como arma arrojadiza para lograr sus objetivos –le aclaré con total convicción, mientras observaba el rostro de sorpresa y satisfacción de mi padre. “Los estudios que le he dado a mi hijo lo han redimido de la ignorancia”, debió pensar.

Meses después, tras el paso fugaz por la ciudad de Konya, iniciamos de nuevo un largo viaje de autobús atravesando la zona montañosa de Turquía occidental, que, en el fondo, tanto me recordada a algunos rincones de mi país de origen. La bella ciudad costera de Esmirna nos esperaba.

Conscientes de que, como tantos compatriotas, no deseábamos ser refugiados en una tierra que no era nuestra, mi padre y yo, sin embargo, teníamos un objetivo: Lesbos era el punto intermedio de llegada y de partida para nuestro dorado sueño alemán. Alquilamos una habitación en un destartalado hotel de Esmirna, con las ratas correteando por sus estancias.

La imagen del flujo de refugiados que deambulaba por sus calles contrastaba con la opulencia y lujo de los numerosos hoteles para turistas, ajenos a los dramas personales que tenían a pocos metros de sus abarrotadas playas y terrazas. Era la primera vez que veía el mar, y aunque su contemplación no me provocaba el placer relajante de aquella miríada de turistas, lo cierto es que, durante unas horas, me quedé embelesado por la quietud y el azul intenso de las aguas, sin ser ajeno a que, en los últimos años, ese mismo mar se había constituido en un cementerio para tantas y tantas personas que, como nosotros, deseaban alcanzar el solar europeo.

- ¿Cómo vamos a llegar a esa isla, papá? –le inquirí, sabedor, sin embargo, de que mis dudas eran también sus dudas- El dinero que pudimos rescatar de Alepo se nos está acabando.  

-Hay que encontrar un traficante. Según me han dicho, encontrar a uno en Esmirna es fácil, hay miles –me aclaró mi padre.

En el verano de 2017, tras pagar 1.200 euros a un improvisado ‘capitán’ que no dominaba la navegación, viajábamos, hacinadas, no menos de cincuenta personas en una lancha neumática. Nos perdimos y fuimos rescatados por un guardacostas griego que nos trasladó a Lesbos. Nos ubicaron, tras minuciosos registros, en el campo de Moria, preparado para acoger a tres mil personas. Pero   llegamos a estar doce mil. Las duras condiciones de vida allí nos hicieron añorar, por parte de la población griega, la solidaridad que habíamos dejado atrás en Turquía. Aunque ciertamente no nos faltó el calor de varias oenegés que nos brindaban su abnegada ayuda.

            9 de septiembre de 2020. Mi sueño, una vez más, fue interrumpido por gritos de horror y el olor del fuego que crepitaba con violencia sobre lo que había sido nuestro campamento. Aquella mañana, en Moria, sabíamos que todo había acabado: por nuestra propia supervivencia, habríamos de intensificar nuestros esfuerzos por cruzar los Balcanes y alcanzar Alemania.

 

Hazem, Tarik y Sana son personajes ficticios. Pero sus peripecias reflejan situaciones reales. La guerra de Siria y otros conflictos regionales han provocado un enorme flujo de refugiados. Turquía acoge a cuatro millones de ellos. Y Grecia, bastantes miles. Hoy, las islas griegas son una trampa que los atrapa, a la espera de que se produzca el milagro de poner pie en tierras de Alemania o Suecia.


martes, 8 de septiembre de 2020

UNA TRANSICIÓN NO TAN MODÉLICA

 https://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2020/09/08/transicion-modelica/1143305.html

Del resultado del pulso dialéctico que se está librando en estos momentos dependerá que el franquismo pase a ser, o no, un residuo del pasado

07.09.2020 | 20:26
Una transición no tan modélica

Invitado por una amiga monja seglar que ejercía su labor en Cartagena, a finales de julio de 1978 pasé unos días en Burlada (Navarra), en casa de su hermana y cuñado. La cálida acogida de esa familia navarra contrastaba con el gélido ambiente y la tensión que aún se palpaban en la calle. Las reivindicaciones políticas bullían (fui invitado a un acto pro amnistía y por la incorporación de Nafarroa a Euskadi en un frontón de la localidad) en una ciudad en la que, al decir de un hijo menor de mi familia de acogida, «cuando llegaban los grises había que bajar las persianas y cerrar las ventanas». Me impresionó, por tanto, que un crío que apenas tenía diez años tuviera ya esa percepción de la represión que, en esos primeros años de la Transición, aún se ensañaba con las reivindicaciones populares.

Como es sabido, tan sólo unos días antes, los Sanfermines habían quedado suspendidos. El día 8 de julio, la plaza de toros de la capital navarra, escenario, en medio del festejo taurino de una improvisada reivindicación pro amnistía, había sido invadida por fuerzas antidisturbios, cuya actuación llevó a la indignación popular extendida a varios puntos de la ciudad. La muerte trágica del joven Germán Rodríguez, alcanzado por un disparo en la frente, tuvo como única repercusión política la dimisión del gobernador civil, Ignacio Llano. Al frente del ministerio del Interior se encontraba Rodolfo Martín Villa.

Dos años antes, en marzo de 1976, efectivos de la Compañía de Reserva de Miranda de Ebro y de la guarnición de Vitoria de la Policía Armada irrumpieron en la iglesia de San Francisco de Asís de Vitoria, en donde se celebraba una asamblea de trabajadores en huelga. El resultado: cinco obreros muertos y más de 150 heridos. Los hechos no fueron investigados ni enjuiciados. Martín Villa era, en esos momentos, ministro de Relaciones Sindicales.

Por esos y otros hechos (las muertes de Rafael Gómez Jáuregui, en Rentería; Javier Núñez, en Bilbao; J. María Zabala en Hondarribia; José María Menchaca, en Santurce; Arturo Ruiz, en Madrid, y otras) la Coordinadora de Apoyo a la Querella Argentina (CeAQUA) ha venido exigiendo que se depuren las responsabilidades del exministro franquista, acusado de hasta doce asesinatos en la Transición, en una causa que instruye la jueza argentina María Servini.

La declaración del exministro, realizada por vía telemática desde la sede del consulado argentino el pasado jueves, vino precedida, como es sabido, por las vergonzosas cartas de apoyo de cuatro expresidentes del Gobierno, cuatro exlíderes sindicales y otras personas, hecho que ha recibido fuertes críticas por considerar que esas misivas suponen una clara injerencia en la labor judicial de la magistrada argentina. Para los abogados de la Querella argentina, esas cartas de apoyo demuestran que el exministro franquista sigue teniendo contactos con el poder y ha querido usarlos contra la Justicia.

Esther López Barceló, responsable federal de Memoria Democrática de IU, piensa que estos apoyos plasman gráficamente las innumerables acciones políticas, judiciales y sociales que se han sucedido en las últimas cuatro décadas para sustentar la anomalía democrática de la impunidad franquista. Especialmente insultante, para las víctimas y sus familiares, es la misiva del expresidente Felipe González, que llama a la Justicia a actuar y 'depurar responsabilidades' (sic) por la mala fe de las víctimas de la Dictadura y sus allegados por presentar las denuncias que derivaron en la Querella argentina.

Por su parte, CeAQUA considera que esas cartas remitidas a María Servini constituyen un intento 'burdo y grotesco' de ejercer presión política, inaceptable desde cualquier punto de vista estrictamente jurídico-procesal. En opinión de este colectivo, todas las personas que han expresado su apoyo a Martín Villa «implementaron, consolidaron o aceptaron con total naturalidad el modelo de impunidad imperante en el Estado español, que impedía la investigación y enjuiciamiento de los crímenes contra la humanidad cometidos durante la dictadura franquista y la Transición», recordando que dicha actitud pasiva ha sido duramente censurada por instancias internacionales. Los hechos por los que está imputado Martín Villa y a los que él califica como 'actuaciones desgraciadas' o simples 'errores' están debidamente acreditados en la causa penal, y es en el plano estrictamente jurídico-procesal, que no político, en el que la jueza Servini deberá determinar si se le procesa o no.

En opinión de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Aragón, mientras Franco se debatía artificialmente entre la vida y la muerte, altos funcionarios estatales negociaban con líderes de la oposición, a la vez que exhibían con gran dureza el conocido eslogan «la calle es mía». Según esta asociación, hoy los 'apóstoles' de la Transición «defienden a capa y espada el papel de este espadón del franquismo [Martín Villa], que cumplió fielmente con la labor que el régimen le había asignado».

Martín Villa, como era de suponer, negó en su comparecencia toda responsabilidad en esas muertes. Y aunque algún abogado de la acusación popular niega el carácter político del proceso que se ha abierto (la jueza Servini tiene hasta diez días de plazo para encausar a Martín Villa o cerrar el caso), es indudable que este procedimiento no puede desligarse de una cierta dimensión política. Y ello porque los sucesivos Gobiernos y la judicatura española, amparados en el paraguas de la Ley de Amnistía de octubre de 1977, han impedido la extradición a Argentina del exministro y de otros 18 altos cargos franquistas acusados, incumpliendo, como henos dicho arriba, las obligaciones y tratados internacionales suscritos por España, entre ellos los sucesivos requerimientos de la ONU, del Parlamento Europeo y del Consejo de Europa para que se juzguen en nuestro país los delitos de lesa humanidad.

Paradójicamente, este proceso, paradigma de una Transición no tan modélica como se ha venido 'vendiendo', se desarrolla mientras en nuestro país tienen lugar dos fenómenos que se repelen: las ansias de renovación y modernización por parte de amplios sectores populares de la izquierda, que tienen puestas sus miras en los éxitos del Gobierno de coalición; y, por otro lado, una derecha y ultraderecha que vienen volcando sus esfuerzos hacia la consolidación de una reacción con tintes decimonónicos. En medio, se sitúan esos apóstoles de la Transición, de los que no está libre un sector del PSOE, que sienten auténtico vértigo de los cambios y de una casi inevitable deriva prorrepublicana del país. Del resultado del pulso dialéctico que se está librando en estos momentos dependerá que el franquismo pase a ser, o no, un residuo del pasado.