Cada curso escolar les proyecto a mis alumnos y alumnas del instituto la magistral película de José Luís Cuerda “La lengua de las mariposas”, un relato cinematográfico mezcla de drama y ternura basado en un cuento de Manuel Rivas. El maestro don Gregorio (Fernando Fernán Gómez), un profesor republicano enamorado de la vida y la libertad, acoge en su escuela rural de un pueblecito gallego a un grupo de alumnas y alumnos, entre ellos a Moncho (‘Gorrión’). La película nos retrotrae a esa generación de niños y niñas que tuvieron la suerte de educarse en tiempos de la II República.
Fue la Educación uno de los profundos cambios habidos en la España de 1931. La reforma educativa consolidó una escuela pública obligatoria, laica y mixta, inspirada en el ideal de la solidaridad humana y en la que la actividad era el eje de la metodología. La República fue consciente de que había que impulsar un Estado democrático y, para ello, se necesitaba un pueblo alfabetizado. El 14 de abril de 1931, el Gobierno provisional encontró una España tan analfabeta, desnutrida y llena de piojos como ansiosa por aprender. Por ello, antes de que se aprobara la Constitución de diciembre, mediante decretos urgentes se proyectó la creación paulatina de 27.000 escuelas. Mientras, los ayuntamientos adecentaron salas en donde educar a los niños y niñas. Esas aulas había que llenarlas con los mejores maestros. Con Marcelino Domingo al frente del Ministerio de Instrucción Pública y con Rodolfo Llopis como director general de Enseñanza Primaria, se elaboró el mejor Plan Profesional para la formación de maestros que ha habido en nuestra Historia. El sueldo de aquellos profesionales subió a 3.000 pesetas, al tiempo que, en la mejor tradición de la renovación pedagógica que había impulsado la Institución Libre de Enseñanza, se organizaban para ellos cursos de reciclaje didáctico. Las becas de la Junta de Ampliación de Estudios, que enviaba a aquellos profesionales a formarse al extranjero, completaban esta loable labor formativa. La carrera de Magisterio, elevada a categoría universitaria, dignificó, pues la figura del maestro. A aquellos maestros y maestras se les exigía el bachiller superior, la reválida y una prueba de acceso a las Escuelas Normales, superada la cual completaban tres años de estudios y un ‘practicum’ pagado. Se hizo del maestro, pues, la persona más culta de los pueblos. Aquellos pedagogos hicieron del alumno el eje de su actividad educativa. Los críos, como en la película arriba citada, salían al campo para estudiar ciencias naturales y los monólogos para recitar la lección de memoria dieron paso a la reflexión y el debate.
Aún viven entre nosotros en Murcia algunos maestros y maestras de aquella generación. En octubre pasado, la Asociación para la mejora y defensa de la Enseñanza Pública (AMYDEP) tributó un merecido homenaje a Pilar Barnés, Encarnación Zorita, Clara Smig, José Antonio Campuzano y José Castaño. Hace unos días, además, el ICE acaba de sacar a la luz la publicación que, centrada en la figura de estos maestros y maestras, lleva por título “Maestros republicanos en Murcia”, con el subtítulo ‘Un intento de transformación de la Escuela’, y que fue presentada en la Facultad de Educación de Espinardo. Con prólogo de Francisco Javier Salmerón Giménez, el libro rastrea la Educación republicana en Murcia con artículos de Antonio Viñao, Carmen González y Antonio Delgado y aporta las entrevistas realizadas a estos maestros por Benigno Polo y Antono Galvañ, junto al testimonio personal de José Castaño, un maestro depurado por el franquismo que reconoce que con el Plan de 1931 “aprendían a enseñar”. Reingresó en el Cuerpo de Magisterio en 1975. Actualmente, ya jubilado, a sus noventa años sigue prestando su aportación personal y voluntaria al colegio que lleva su nombre en Murcia. Una muestra del componente meramente vocacional de este hermoso oficio de enseñar. Sirva este artículo, pues, de homenaje a aquellos maestros y maestras ejemplares.
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