(Artículo publicado en LA OPINIÓN de Murcia. 8-4-2008)
Se ha desatado la voz de alarma. Dice el refrán que “cuando las barbas de tu vecino veas pelar…”. En EE UU, según el diario The Independent, unos 28 millones de personas van a necesitar ayuda estatal para no morir de hambre, recibiendo cupones de comida, medida que venía aplicándose desde hace unos cuarenta años en algunos estados. La crisis de las hipotecas, junto con el incremento del desempleo, la subida del precio de los alimentos y el desinterés del Estado norteamericano por las políticas sociales dirigidas a los segmentos más vulnerables de la población están en el origen de esta medida.
En España, por ahora, no llegamos a ese extremo, que nos retrotraería a épocas pasadas del franquismo en que la cartilla de racionamiento evitó la muerte por inanición de muchos compatriotas, pero recordemos que, según informes de Cáritas, unos ocho millones de personas en este país (casi el 20% de la población) no llegan al mínimo vital. Sin pecar de alarmismo, la situación puede empeorar. Cuando tantas veces hemos hecho oídos sordos a la situación de pobreza extrema que atenaza a millones de personas en todo el mundo, nos encontramos con un horizonte en que, de persistir la crisis financiera mundial, la situación de indigencia extrema de amplias capas de la población podría ser una realidad en el Occidente rico.
¿Qué está ocurriendo? La crisis de las hipotecas en EE UU y lo que algunos anunciaron como simples ‘turbulencias’ financieras han puesto en evidencia, en realidad, que las sociedades occidentales estábamos viviendo sobre un peligroso polvorín. Guardando las debidas distancias con respecto al crack de la Bolsa de Nueva York registrado en octubre de 1929, hay rasgos similares en la economía mundial que venían dándose en estos momentos. La superproducción, unas normas de comercio injustas hacia los países del Sur, el consumo compulsivo con el recurso excesivo al crédito y, sobre todo, el predominio de la economía especulativa sobre la real eran motivos suficientes que podían conducirnos al desastre.
En lo que toca a nuestro país, la euforia por el crecimiento sostenido que ha venido registrándose en estos últimos años ocultaba una cruda realidad: que dicho crecimiento era debido a factores coyunturales, como el alto consumo de amplias capas de la población, los ingresos por turismo y el ‘tirón’ de la construcción, sector que, según informes del Banco de España, va a experimentar una profunda crisis. El monocultivo industrial del ‘ladrillo’ ha frenado la debida diversificación en el sector secundario, mientras que nadie ha prestado atención a otros efectos perversos sobre la economía como el preocupante y sostenido déficit en nuestra balanza de pagos, la persistencia del empleo precario y de escasa calidad, nuestra dependencia energética y tecnológica del exterior y, en relación con este último dato, la inhibición del Estado en generar mecanismos que hicieran más competitiva nuestra economía.
Ahora, cuando la crisis nos apriete de verdad el cinturón, sólo una política neokeynesiana podría evitarnos problemas. Pero lo peor está por venir: la recesión del sector de la construcción, al influir en otros sectores subsidiarios, va a llevar aparejado un aumento del paro. Ello conducirá a una fuerte disminución del consumo, y ambos factores se aliarán (en ausencia de políticas fiscales que hubieran debido gravar los altos beneficios empresariales y de la banca registrados estos últimos años) para propiciar menores ingresos del Estado. Dicha situación impedirá que sea éste quien ejerza de locomotora de la economía, por lo que las políticas neokeynesianas enunciadas arriba serán difíciles de aplicar. Llegan, pues, malos tiempos. Y es que no hay soluciones milagrosas dentro del sistema capitalista. El problema que tenemos es que la economía capitalista es, en sí, el problema.
Se ha desatado la voz de alarma. Dice el refrán que “cuando las barbas de tu vecino veas pelar…”. En EE UU, según el diario The Independent, unos 28 millones de personas van a necesitar ayuda estatal para no morir de hambre, recibiendo cupones de comida, medida que venía aplicándose desde hace unos cuarenta años en algunos estados. La crisis de las hipotecas, junto con el incremento del desempleo, la subida del precio de los alimentos y el desinterés del Estado norteamericano por las políticas sociales dirigidas a los segmentos más vulnerables de la población están en el origen de esta medida.
En España, por ahora, no llegamos a ese extremo, que nos retrotraería a épocas pasadas del franquismo en que la cartilla de racionamiento evitó la muerte por inanición de muchos compatriotas, pero recordemos que, según informes de Cáritas, unos ocho millones de personas en este país (casi el 20% de la población) no llegan al mínimo vital. Sin pecar de alarmismo, la situación puede empeorar. Cuando tantas veces hemos hecho oídos sordos a la situación de pobreza extrema que atenaza a millones de personas en todo el mundo, nos encontramos con un horizonte en que, de persistir la crisis financiera mundial, la situación de indigencia extrema de amplias capas de la población podría ser una realidad en el Occidente rico.
¿Qué está ocurriendo? La crisis de las hipotecas en EE UU y lo que algunos anunciaron como simples ‘turbulencias’ financieras han puesto en evidencia, en realidad, que las sociedades occidentales estábamos viviendo sobre un peligroso polvorín. Guardando las debidas distancias con respecto al crack de la Bolsa de Nueva York registrado en octubre de 1929, hay rasgos similares en la economía mundial que venían dándose en estos momentos. La superproducción, unas normas de comercio injustas hacia los países del Sur, el consumo compulsivo con el recurso excesivo al crédito y, sobre todo, el predominio de la economía especulativa sobre la real eran motivos suficientes que podían conducirnos al desastre.
En lo que toca a nuestro país, la euforia por el crecimiento sostenido que ha venido registrándose en estos últimos años ocultaba una cruda realidad: que dicho crecimiento era debido a factores coyunturales, como el alto consumo de amplias capas de la población, los ingresos por turismo y el ‘tirón’ de la construcción, sector que, según informes del Banco de España, va a experimentar una profunda crisis. El monocultivo industrial del ‘ladrillo’ ha frenado la debida diversificación en el sector secundario, mientras que nadie ha prestado atención a otros efectos perversos sobre la economía como el preocupante y sostenido déficit en nuestra balanza de pagos, la persistencia del empleo precario y de escasa calidad, nuestra dependencia energética y tecnológica del exterior y, en relación con este último dato, la inhibición del Estado en generar mecanismos que hicieran más competitiva nuestra economía.
Ahora, cuando la crisis nos apriete de verdad el cinturón, sólo una política neokeynesiana podría evitarnos problemas. Pero lo peor está por venir: la recesión del sector de la construcción, al influir en otros sectores subsidiarios, va a llevar aparejado un aumento del paro. Ello conducirá a una fuerte disminución del consumo, y ambos factores se aliarán (en ausencia de políticas fiscales que hubieran debido gravar los altos beneficios empresariales y de la banca registrados estos últimos años) para propiciar menores ingresos del Estado. Dicha situación impedirá que sea éste quien ejerza de locomotora de la economía, por lo que las políticas neokeynesianas enunciadas arriba serán difíciles de aplicar. Llegan, pues, malos tiempos. Y es que no hay soluciones milagrosas dentro del sistema capitalista. El problema que tenemos es que la economía capitalista es, en sí, el problema.
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