martes, 15 de enero de 2008

BELIGERANCIA CLERICAL Y LAICISMO

(Publicado en LA OPINIÓN de Murcia. 15-1-2008)

La nueva cruzada emprendida por los obispos españoles contra el Estado hunde sus raíces en una secular y omnipresente trayectoria de privilegios (sociales, fiscales y jurídico-legales) concedidos a la Iglesia, que pueden rastrearse a la luz de nuestros textos constitucionales. La tibia revolución liberal decimonónica no se atrevió a cuestionar tales privilegios, y así tanto el Estatuto de Bayona de 1808 como la Constitución de Cádiz de 1812 proclamaban la confesionalidad del Estado y, por tanto, la exclusividad de la religión católica. Los textos de 1837 y 1845 consagraron, además, la existencia del impuesto de culto y clero, esto es, la obligación del Estado de mantener el culto y los ministros de la religión católica. El Concordato de 1851 reforzó el impuesto de culto y clero y concedió a la Iglesia la supervisión de la educación que se impartía en nuestras aulas, a cambio del reconocimiento por la institución eclesiástica de la legitimidad dinástica de Isabel II, cuestionada en la primera guerra carlista. Ni siquiera la Constitución de 1869, que alumbró tras la Revolución de ‘La Gloriosa’ una nueva etapa de derechos civiles para el país y que esbozó una tibia libertad de cultos –garantizada, sobre todo, a los ciudadanos extranjeros residentes en España-, se atrevió a suprimir el impuesto de culto y clero. La estricta confesionalidad estatal quedaría consolidada, además, con la Constitución de 1876, tras la Restauración monárquica de Alfonso XII.

La Constitución republicana de 1931 supuso una ruptura con ese pasado. Dicho texto proclamaba, sin ambages, el carácter laico del Estado, sometía a las congregaciones religiosas a la consideración de asociaciones sujetas al derecho común y decretaba la jurisdicción civil de los cementerios. Pero, con claros antecedentes en la Pastoral del Episcopado español de uno de julio de 1937, en plena guerra civil, que justificó el golpe militar fascista dándole un carácter de “Cruzada”, tras la derrota republicana se mantuvo con el franquismo el férreo control por la Iglesia de la conciencia y vida privada de los españoles (Fuero de los Españoles de 1945 y Concordato de 1953).

En la Transición política, dos acuerdos con el Vaticano, el de 1976 y el de enero de 1979, consolidaron la enseñanza religiosa en las aulas de nuestros centros docentes, mantuvieron los privilegios fiscales y la subvención del Estado a la Iglesia y garantizaron el mantenimiento y financiación estatal, vía conciertos, de los centros educativos católicos. Por eso, la Constitución de 1978 estableció, con un carácter ambiguo, la aconfesionalidad, que no la laicidad, del Estado en el artículo 16.3, mientras que el 27.3 legitimaba la instrucción religiosa en los centros educativos.

Creo decididamente que, a treinta años de la consolidación de la democracia española, es llegado el tiempo de que el Estado se desembarace del lastre que supone la perenne tutela de los obispos sobre las decisiones políticas y legislativas. Una institución que, con unos escasos 20.000 miembros, sigue percibiendo sustanciosas rentas públicas (un 0,7% del PIB) y que mantiene su presencia en el aparato educativo estatal no es de recibo que manifieste esa especial virulencia, a menos que ésta deba entenderse como un apoyo más que indirecto, en época preelectoral, al PP, partido con el que mejor se identifica. Si esto es así, habrá que entender que los prelados, más allá de sus preocupaciones por el futuro de la familia, en ningún momento realmente amenazada, están practicando uno de los pecados por el que exigen penitencia, la mentira, además de una lacerante y visible intolerancia. Por ello, este país, que en tantos aspectos se ha modernizado, ha de caminar por la senda de una decida apuesta por el laicismo, esto es, la estricta separación Iglesia-Estado, superando las ataduras y la rémora del pasado histórico. Sólo una sociedad laica practica el respeto a la libertad de conciencia de todas las personas, creyentes y no creyentes. Cosa que no garantiza el nacionalcatolicismo caduco y rancio que aún anida en las mentes de los representantes de la actual jerarquía católica española.

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