Uno de los éxitos de la globalización, además de exportar sus ‘recetas’ neoliberales en el ámbito económico por todo el planeta, ha sido el de homogeneizar las pautas culturales. Y las tendencias políticas. Europa asiste en estos momentos al lento, pero inexorable, avance de una marea neoconservadora, procedente de EE UU, que amenaza con sepultar y ahogar los anhelos de cambio social que han sido patrimonio, hasta ahora, de una izquierda que aparentemente agoniza. Se veía venir. En mi anterior artículo ‘El voto del miedo’ ya hacía notar cómo en Francia, cuna de las revoluciones liberales que alumbraron nuevas sociedades en Europa, las clases medias y populares se dejaron deslumbrar por el discurso neoconservador de Sarkozy. Si eso ha ocurrido en ese país transpirenaico, hasta ahora celoso defensor de las conquistas sociales y con una izquierda notablemente organizada y pujante, ¿por qué no iba a ocurrir un fenómeno similar en España? A mayor abundamiento, en las recientes elecciones municipales italianas, el voto de izquierdas se ha refugiado en el Sur, abandonando su tradicional feudo del Norte, la Lombardía y el Piamonte, ahora en manos de Berlusconi.
Mal que nos pese, el éxito de la derecha en Europa ha consistido en que el discurso legitimador de su política, basada en la hipertrofia del sector público y en una minusvaloración del Estado como garante de las prestaciones sociales y, por consiguiente, en el culto a las bondades del ‘mercado’ como único elemento capaz de hacer funcionar la economía, ha calado en las gentes. Una suerte de maridaje entre estas consignas de la derecha y las clases medias y asalariadas ha hecho el resto.
En España, las privatizaciones de servicios públicos esenciales, las disparidades salariales, la inseguridad laboral y la sombra del despido, la interesada propaganda de la derecha sobre la supuesta amenaza de la inmigración, el difícil acceso a la vivienda, el fenómeno de la inseguridad ciudadana, el terrorismo, los casos de corrupción urbanística… lejos de crear una corriente crítica ciudadana de rebeldía han producido una especie de atomización y de desafiliación en el cuerpo social y el triunfo de un individualismo que nos han conducido a un contexto regresivo de difícil salida. La cultura de la derecha ha sido asimilada ampliamente por la ciudadanía. Y en ese contexto, la izquierda social y política lo tenemos difícil. Lejos quedaron los tiempos en que la identificación entre barrios obreros y voto de izquierdas era un elemento habitual. Si hacemos un mínimo análisis de lo ocurrido en España en estos últimos comicios locales y autonómicos, lo excepcional ha pasado a ser lo normal. El caso de Madrid es paradigmático. La capital del Estado, con un notable cinturón de barrios obreros, ha dado alas al PP. La hecatombe de la izquierda es un hecho aireado, por sintomático.
En nuestra Región, también el voto de izquierdas ha huido de los barrios obreros más tradicionales y, por el contrario, zonas con un notable asentamiento de familias jóvenes, barrios habitados por gentes con profesiones liberales y con un nivel de formación medio-alto han apoyado más visiblemente las propuestas de izquierda. ¿Qué está ocurriendo? Para empezar, reconozcámosle también a la derecha regional su habilidad para lograr eso que denominamos la ‘vertebración’ de la sociedad civil. Al menos, de una parte de la misma. La derecha política, tejiendo una especie de red clientelar en amplios sectores sociales, ha sido capaz de rentabilizar y de capitalizar una notable porción del tejido asociativo regional. En manos de la derecha están las Cofradías de Semana Santa, una buena parte de las peñas huertanas, las agrupaciones sardineras, algunas asociaciones de vecinos y de padres y madres, la patrimonialización de la cultura y de los festejos populares más significativos… El lema ‘Agua para todos’ ha funcionado, además, como elemento aglutinador, creando una suerte de identidad regional antes ausente.
En lo que toca al tema de la corrupción urbanística, bandera de denuncia de las formaciones de izquierda en estos pasados comicios locales y autonómicos, es claro que la percepción del fenómeno por las direcciones de los partidos de izquierda y por las plataformas ciudadanas de denuncia no se ha correspondido con la de la ciudadanía. En torno a lo que hemos venido denominado convencionalmente la ‘economía del ladrillo’ y del pelotazo urbanístico se agrupa toda una miríada de sectores profesionales (constructores, fontaneros, electricistas, escayolistas, pintores, comisionistas, intermediarios…) que, con una visión a corto plazo, es cierto, ven en la construcción un medio de vida que no le garantizan otros sectores. Que un ciudadano cualquiera pueda, provisto de un vehículo y un móvil, constituirse en jornada de tarde en intermediario u ojeador de solares para ofrecérselos a cualquier constructor, y que por esa operación reciba una comisión de un dos o un tres por ciento, es un hecho habitual. El languidecimiento de la agricultura tradicional hace al pequeño agricultor víctima de la oferta de cualquier promotor inmobiliario. La construcción, un sector que nos condena al ‘pan para hoy’ y el hambre para mañana, es cierto sin embargo que mueve en la Región muchos capitales. Nunca, como hoy, eran visibles en nuestras calles tantas oficinas inmobiliarias. Nunca, como hoy, tanta gente ha hecho del negocio del ladrillo su medio de vida. Nunca, como hoy, el parque regional de vehículos de gran cilindrada de Murcia ha sido tan numeroso. Y nunca, como hoy, la cultura del enriquecimiento rápido, incluso por la vía del ‘pelotazo urbanístico’, ha gozado de tanta aceptación social.
Frente al cuadro descrito, no sorprende tanto el hecho de que la contestación a tal estado de cosas proceda hoy de una exigua parte del electorado. El voto progresista de izquierda se refugia en aquellos sectores sociales más críticos e ilustrados, incluso en las capas medias. Si a ello sumamos que una buena parte de los jóvenes y las jóvenes de esta Región huyen no sólo de la adscripción a los partidos políticos sino también de su presencia masiva en las urnas tenemos en este último dato una explicación del descenso del voto de la izquierda. La juventud murciana ha encontrado en los movimientos sociales más variopintos un refugio a su aversión a la militancia activa en las formaciones convencionales de izquierda. En este sentido, el vigor juvenil que impulsó las pasadas movilizaciones contra la guerra de Irak y, más recientemente, las protestas contra la corrupción urbanística constituyen el paradigma de que la juventud percibe la contestación al sistema por otras vías.
Urge, pues, recomponer la contestación social de izquierdas con nuevos métodos. Con nuevas estrategias. No basta con que los partidos políticos entonemos hoy el ‘mea culpa’ para, a continuación, seguir anclados en los mismos métodos del pasado. El envite del neoliberalismo, a escala global, es de tan envergadura, lleva a la práctica sus postulados con métodos tan sutiles, que urge reinventar una nueva izquierda, social y política, que sepa estar a la altura de las circunstancias. Teniendo presente la consigna ‘piensa global, actúa local’, es preciso que los movimientos sociales y partidos políticos de izquierdas salgamos de esta especie de autocomplacencia que adorna nuestro quehacer. La endogamia que nos caracteriza nos impide ver que, las más de las veces, nuestro discurso llega sólo a las personas ya convencidas. Un ejemplo. La notable labor de concienciación social de plataformas como ‘Murcia no se Vende’ no ha logrado romper el techo de una presencia militante activa, pero, mal que nos pese, exigua. Y ello se traduce en la también exigua respuesta de la ciudadanía. Llevar 15.000 ó 20.000 personas a las calles de Murcia contra la corrupción urbanística es un esfuerzo encomiable. Pero no olvidemos que muchos de esos miles de personas, que no son ni siquiera el 2% de la población regional, hacen gala de un marcado escepticismo respecto de la validez de los partidos como cauces institucionales de representación, lo que conduce inexorablemente a posturas abstencionistas.
Mal que nos pese, el éxito de la derecha en Europa ha consistido en que el discurso legitimador de su política, basada en la hipertrofia del sector público y en una minusvaloración del Estado como garante de las prestaciones sociales y, por consiguiente, en el culto a las bondades del ‘mercado’ como único elemento capaz de hacer funcionar la economía, ha calado en las gentes. Una suerte de maridaje entre estas consignas de la derecha y las clases medias y asalariadas ha hecho el resto.
En España, las privatizaciones de servicios públicos esenciales, las disparidades salariales, la inseguridad laboral y la sombra del despido, la interesada propaganda de la derecha sobre la supuesta amenaza de la inmigración, el difícil acceso a la vivienda, el fenómeno de la inseguridad ciudadana, el terrorismo, los casos de corrupción urbanística… lejos de crear una corriente crítica ciudadana de rebeldía han producido una especie de atomización y de desafiliación en el cuerpo social y el triunfo de un individualismo que nos han conducido a un contexto regresivo de difícil salida. La cultura de la derecha ha sido asimilada ampliamente por la ciudadanía. Y en ese contexto, la izquierda social y política lo tenemos difícil. Lejos quedaron los tiempos en que la identificación entre barrios obreros y voto de izquierdas era un elemento habitual. Si hacemos un mínimo análisis de lo ocurrido en España en estos últimos comicios locales y autonómicos, lo excepcional ha pasado a ser lo normal. El caso de Madrid es paradigmático. La capital del Estado, con un notable cinturón de barrios obreros, ha dado alas al PP. La hecatombe de la izquierda es un hecho aireado, por sintomático.
En nuestra Región, también el voto de izquierdas ha huido de los barrios obreros más tradicionales y, por el contrario, zonas con un notable asentamiento de familias jóvenes, barrios habitados por gentes con profesiones liberales y con un nivel de formación medio-alto han apoyado más visiblemente las propuestas de izquierda. ¿Qué está ocurriendo? Para empezar, reconozcámosle también a la derecha regional su habilidad para lograr eso que denominamos la ‘vertebración’ de la sociedad civil. Al menos, de una parte de la misma. La derecha política, tejiendo una especie de red clientelar en amplios sectores sociales, ha sido capaz de rentabilizar y de capitalizar una notable porción del tejido asociativo regional. En manos de la derecha están las Cofradías de Semana Santa, una buena parte de las peñas huertanas, las agrupaciones sardineras, algunas asociaciones de vecinos y de padres y madres, la patrimonialización de la cultura y de los festejos populares más significativos… El lema ‘Agua para todos’ ha funcionado, además, como elemento aglutinador, creando una suerte de identidad regional antes ausente.
En lo que toca al tema de la corrupción urbanística, bandera de denuncia de las formaciones de izquierda en estos pasados comicios locales y autonómicos, es claro que la percepción del fenómeno por las direcciones de los partidos de izquierda y por las plataformas ciudadanas de denuncia no se ha correspondido con la de la ciudadanía. En torno a lo que hemos venido denominado convencionalmente la ‘economía del ladrillo’ y del pelotazo urbanístico se agrupa toda una miríada de sectores profesionales (constructores, fontaneros, electricistas, escayolistas, pintores, comisionistas, intermediarios…) que, con una visión a corto plazo, es cierto, ven en la construcción un medio de vida que no le garantizan otros sectores. Que un ciudadano cualquiera pueda, provisto de un vehículo y un móvil, constituirse en jornada de tarde en intermediario u ojeador de solares para ofrecérselos a cualquier constructor, y que por esa operación reciba una comisión de un dos o un tres por ciento, es un hecho habitual. El languidecimiento de la agricultura tradicional hace al pequeño agricultor víctima de la oferta de cualquier promotor inmobiliario. La construcción, un sector que nos condena al ‘pan para hoy’ y el hambre para mañana, es cierto sin embargo que mueve en la Región muchos capitales. Nunca, como hoy, eran visibles en nuestras calles tantas oficinas inmobiliarias. Nunca, como hoy, tanta gente ha hecho del negocio del ladrillo su medio de vida. Nunca, como hoy, el parque regional de vehículos de gran cilindrada de Murcia ha sido tan numeroso. Y nunca, como hoy, la cultura del enriquecimiento rápido, incluso por la vía del ‘pelotazo urbanístico’, ha gozado de tanta aceptación social.
Frente al cuadro descrito, no sorprende tanto el hecho de que la contestación a tal estado de cosas proceda hoy de una exigua parte del electorado. El voto progresista de izquierda se refugia en aquellos sectores sociales más críticos e ilustrados, incluso en las capas medias. Si a ello sumamos que una buena parte de los jóvenes y las jóvenes de esta Región huyen no sólo de la adscripción a los partidos políticos sino también de su presencia masiva en las urnas tenemos en este último dato una explicación del descenso del voto de la izquierda. La juventud murciana ha encontrado en los movimientos sociales más variopintos un refugio a su aversión a la militancia activa en las formaciones convencionales de izquierda. En este sentido, el vigor juvenil que impulsó las pasadas movilizaciones contra la guerra de Irak y, más recientemente, las protestas contra la corrupción urbanística constituyen el paradigma de que la juventud percibe la contestación al sistema por otras vías.
Urge, pues, recomponer la contestación social de izquierdas con nuevos métodos. Con nuevas estrategias. No basta con que los partidos políticos entonemos hoy el ‘mea culpa’ para, a continuación, seguir anclados en los mismos métodos del pasado. El envite del neoliberalismo, a escala global, es de tan envergadura, lleva a la práctica sus postulados con métodos tan sutiles, que urge reinventar una nueva izquierda, social y política, que sepa estar a la altura de las circunstancias. Teniendo presente la consigna ‘piensa global, actúa local’, es preciso que los movimientos sociales y partidos políticos de izquierdas salgamos de esta especie de autocomplacencia que adorna nuestro quehacer. La endogamia que nos caracteriza nos impide ver que, las más de las veces, nuestro discurso llega sólo a las personas ya convencidas. Un ejemplo. La notable labor de concienciación social de plataformas como ‘Murcia no se Vende’ no ha logrado romper el techo de una presencia militante activa, pero, mal que nos pese, exigua. Y ello se traduce en la también exigua respuesta de la ciudadanía. Llevar 15.000 ó 20.000 personas a las calles de Murcia contra la corrupción urbanística es un esfuerzo encomiable. Pero no olvidemos que muchos de esos miles de personas, que no son ni siquiera el 2% de la población regional, hacen gala de un marcado escepticismo respecto de la validez de los partidos como cauces institucionales de representación, lo que conduce inexorablemente a posturas abstencionistas.
Para concluir, el descenso sociológico de la izquierda lejos de llevarnos a pensar que ha de hacernos modular el discurso de izquierdas ha de combatirse con políticas de izquierda. Es preciso que los movimientos sociales y los partidos políticos nos nutramos no sólo de nuevos contenidos sino de gentes dispuestas a engrosar una nueva masa crítica ciudadana que pueda contrarrestar la marea neoconservadora de la que hablaba arriba. Y, para ello, es urgente la reflexión colectiva. Y la colaboración mutua, desinteresada y respetuosa entre todas las instancias de la izquierda. Porque aunque amplios sectores populares se dejen encandilar por los cantos de sirena de un modelo social y económico que aparentemente creen que les favorece, es una responsabilidad ética de la izquierda seguir faenando para llevar a la conciencia colectiva la idea de que Otro Mundo y Otra Región son posibles.