Redacto estas líneas desde Lisboa - ciudad
a la que he viajado con mi pareja- a pocas horas de emprender el regreso a
nuestras tierras murcianas, con la retina empapada de sensaciones multicolores.
Y con el ánimo aún transido de esa melancolía que las sugerentes melodías del
fado nos aportan.
Plaza Marqués de Pombal
Lisboa, tan próxima. Nada como caminar
pausadamente por sus calles para captar en profundidad la idiosincrasia de este
pueblo. El turismo ha supuesto una cierta desnaturalización de aquella Lisboa
que conocí hace ya más de 40 años, con ocasión de mi viaje de estudios del
bachillerato. Pero aun así es una ciudad con un magnetismo especial. Ese
turismo de masas (sobre todo, español) no ha logrado borrar el
encanto de sus
viejas calles, el que se percibe en barrios como Alfama, el Barrio Alto, Belén…
Si programamos la estancia con cierta calma, sin la pretensión de verlo todo en
pocos días, podremos disfrutarla más.
Una ciudad se conoce también por su
gastronomía. En Lisboa, hay que degustar las múltiples preparaciones del
bacalao. Delicioso el que se prepara a la plancha, como el que probé en el
restaurante-cervecería Tripeiro, en la Rua dos Correreiros. Son frecuentes también
los restaurantes -allí denominados ‘pastelaria’- en que se ofrecen los
buenísimos dulces lisboetas. Pero incluso la oferta gastronómica lisboeta no
escapa a la estandarización de las conductas que ha impuesto el turismo. La
cocina ya no es la que fue. Tampoco hoy Lisboa es ya la ciudad barata que
conocíamos hace unos años. El menú del día no baja de los 9 euros (como en
Murcia o Madrid). Y cuidado con aceptar los entrantes que se ofrecen
inicialmente en cualquier restaurante. Si no los excluimos inicialmente,
pasarán a engrosar la cuenta de la consumición. Al margen de la cafetería A Brasileira, muy conocida por haberla
frecuentado el poeta Pessoa, es
agradable la estancia en otras, como la Boulangería,
en rua La Madalena.
Para comprar vinos, lo mejor es hacerlo
en lugares alejados del bullicio turístico. Yo lo hice en la bodega Napoleâo,
en la rua dos Franqueiros, cerca de Alfama, en donde adquirí, a buen precio,
varias botellas de Oporto dulce y otra de vino verde.
Pero el atractivo de Lisboa está, sobre
todo, en sus gentes. Amables, pacientes y conversadoras. No resulta un
inconveniente el desconocimiento del portugués. Casi todo el mundo habla
español (curiosa la mezcla de español y portugués que hablan los habitantes de
Alfama) en lugares frecuentados por el turismo. Pero es conveniente acercarse
al significado de ciertos vocablos, presentes en la carta de cualquier
restaurante, antes de decidirnos a pedir un menú. Así, hemos de saber que omeleta es tortilla de patatas; peixe, pescado; frang0, pollo; bife, bistec…
El tráfico es menos caótico que en
cualquier capital. El respeto hacia el peatón es exquisito. Siempre le
permitirán cruzar por un paso de cebra. Por otro lado, la red de transporte
público es más que suficiente. Cuatro líneas de metro y varias de autobuses y
tranvías nos garantizan el traslado rápido a cualquier lugar, por lo que
podemos dejar aparcado nuestro coche en el garaje del hotel.
Mi estancia coincidió con acontecimientos
políticos tales como la moción de censura –que no prosperó- de la izquierda
contra el gobierno del conservador Pedro Passos Coelho y con la decisión
del Tribunal Constitucional portugués de declarar sin efecto la supresión de la
paga extra de funcionarios y pensionistas. La prensa informó esos días de un
posible segundo rescate. Se hablaba incluso de un gobierno de salvación
nacional Pero en la calle percibí ciertos reparos de la gente a hablar de
política.
Ante esa situación, pude detectar que el
alto nivel de precios de los productos básicos de alimentación, muy similares a
los de España, no se corresponde con el poder adquisitivo de los portugueses.
Un camarero del restaurante Tripeiro me informó del salario que percibía por
diez horas de trabajo, unos 600 euros (el sueldo medio en Portugal es de 500).
El paro y la miseria son claramente perceptibles en las calles. La mendicidad es
claramente visible, mientras que muchos intentan sobrevivir a costa del turista
vendiendo paraguas, gafas de sol…
Sin embargo, la tremenda crisis que
atraviesa el país parece haber estrechado, aún más, los lazos que siempre han
mantenido con España los portugueses. Una pareja de artesanos del barro, con
los que hablé en el Museo de Arte Popular, me sugería la conveniencia de
caminar hacia una Federación de Iberia, idea del escritor Saramago. Pero, para eso, debería darse, por nuestra parte, otra
actitud de acercamiento y de eliminación de mitos, barreras y tabúes respecto a
nuestro país hermano.
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