La
crisis que padecemos está evidenciando, cada día más, el fracaso de las
políticas emprendidas en España desde los años ’80 del pasado siglo. ¿Cómo se
ha llegado a esta situación? Veamos.
La
Transición política se saldó con la pervivencia de lo esencial de las
instituciones económicas y jurídicas del franquismo. Ya con los Pactos de la
Moncloa de 1977 se inicia la política de austeridad presupuestaria, que hoy
conocemos, así como las reducciones salariales y la contratación temporal. Con
el acceso al poder del PSOE, a partir de octubre de 1982, asistimos a un
acelerado proceso de privatizaciones de empresas del sector público, producto
del viraje neoliberal que adoptó Felipe
González. El ingreso en la Unión Europea trajo consigo el desmantelamiento
industrial en sectores tales como la construcción naval, la siderurgia, la
minería… y sacrificios en la agricultura
y la ganadería. En esos años, la
sociedad española asistía, inerme, a escándalos como el de Mario Conde, en Banesto; al nacimiento de los GAL, que daba carta
de naturaleza a los crímenes de Estado en nombre de la democracia; al retroceso
en las libertades (la ‘patada en la puerta’ del ministro Corcuera), al encarcelamiento de Barrionuevo…
Más
adelante, los gobiernos de José María
Aznar ahondaron la política de privatizaciones (Iberia), congelaron los
sueldos y, mediante una permisiva Ley del suelo, auspiciaron la edificabilidad
de todo el territorio no protegido. Con ello, llegó el boom del ladrillo, con
constructores ávidos por levantar edificios, con cajas de ahorro convertidas en
bancos y con ayuntamientos aprestándose a urbanizar, en muchos casos atraídos
por el señuelo de convenios urbanísticos de difícil (y dudosa) ejecución, pero que
fomentaron la corrupción. Mientras tanto, se producía una merma de los derechos
laborales, con en una mano de obra cada vez más barata. Se inició el imparable
trasvase de las rentas del trabajo a las del capital. Estalló la burbuja
inmobiliaria, en paralelo a la crisis mundial. Y cuando sus efectos se empezaron
a sentir con más virulencia, el Estado careció entonces de margen de maniobra
económica. Se hablaba de recesión y, poco después, según algunos analistas, caíamos
en la depresión. Se profundizó la crisis estructural de la economía española,
ensañándose con los sectores populares más débiles en paralelo con el aumento
imparable del paro, la pérdida de
derechos y el afloramiento de multitud de casos de corrupción.
En
esas estamos cuando, hace unos días, se
dio a conocer el Informe Foessa 2013 (1),
que dibuja un panorama más que desalentador, con una evidente fractura social en
nuestro país. Para muestra, sólo unos datos. En lo relativo al empleo, 850.000
personas engrosaron las listas del paro en 2012, situándose éste en el 26% de
la población activa, cuando en 2006 ese porcentaje era del 8,3%. En cuanto al
desempleo juvenil, la tasa del 55% no tiene parangón con ninguno de los países
de nuestro entorno. El porcentaje de hogares con todos sus miembros en paro era
del 2,5% a comienzos de la crisis y del 10,6% a finales de 2012. En relación
con los hogares afectados de pobreza severa, se ha pasado de 300.000 a más de
630.ooo en el mismo periodo.
Los
efectos de la crisis se agravan si tenemos en cuenta que el gasto social medido
en relación con el PIB –que podría constituirse en amortiguador de aquélla- es
en España el 25%, por debajo de la media UE-15 (28,5%).
A
la vista de esta situación, y de cara al futuro, alerta Francisco Lorenzo, coordinador del Equipo de Estudios de Cáritas,
que existe un riesgo notable de que el
ensanchamiento de las diferencias de renta entre los hogares españoles se enquiste
en la estructura social. En su opinión, procesos
de dualización social como éste conllevan riesgo real de ruptura, lo que
significa que el no dotarnos de los mecanismos redistributivos necesarios
supone empujarnos a la fragmentación social.
Entonces,
¿qué hacer? Hago mías las reflexiones de
Juan Torres López en artículo
reciente: “ ¿Cómo es posible que ahora mismo estén funcionando en España, cada
uno por un lado, los sindicatos, las mesas de convergencia, las asambleas
constituyentes, el Foro Cívico de
Anguita, la cumbre social, los socialistas de izquierda, la convocatoria
social de Izquierda Unida y otros partidos progresistas, el 15-M, las Mareas,
más alguna otra plataforma que quizá no conozca, cuando en realidad todas proponen
prácticamente lo mismo?”.
Ese
economista se une con sus reflexiones a quienes pensamos que es
urgente acelerar los procesos tendentes a una convergencia real, sin
dogmatismos ni sectarismos, de todas las fuerzas sociales (y no sólo de
izquierdas) que estén por darle la vuelta a esta situación. Es el momento de lograr la consolidación de
un fuerte poder ciudadano que logre aunar las movilizaciones callejeras con un
proceso deconstituyente-constituyente (Gerardo
Pisarello), para lo cual habría que conseguir en el Parlamento un mínimo de 200 diputados que
sean la expresión de la voz de la calle y estén dispuestos a cambiar este
estado de cosas.