Como
dijera Machado, mi infancia son recuerdos de una húmeda y destartalada escuela,
unitaria y de niños, por supuesto. Y no
había un huerto claro en donde madurara
el limonero. A un metro escaso de las puertas de aquel local privado, arrendado
por un vecino de la Media Legua al
Ayuntamiento de Cartagena para poder impartir las clases a aquellos niños del Hondón, se situaba la
carretera que, aún hoy, conduce desde Cartagena a La Unión. Don
Antonio, el maestro, fiel a las consignas que emanaban de arriba, nos
recibía a diario desde su pupitre con aquella fórmula “Sin pecado concebida”,
como respuesta a nuestra obligada salutación en forma de “Ave María purísima”.
El posterior izado de la bandera nacional, situada en una de las ventanas, era
el preludio del comienzo de las clases.
La escuela, un local con un alto tejado a doble vertiente sujeto por
vigas de hierro en el centro, alojaba a no menos de treinta chiquillos
inquietos, mal vestidos y con frecuencia desnutridos. Aún retengo en mi pituitaria
los olores de aquella cacerola de leche en polvo, calentada en un hornillo
eléctrico, con la que las autoridades, en virtud de la ‘generosidad’
norteamericana, trataban de suplir
nuestras evidentes carencias alimenticias.
Nací
en enero de 1953. El año en el que empezó a resquebrajarse lentamente el
aislamiento internacional del régimen franquista en virtud de los acuerdos
militares con los Estados Unidos. Y el año en que, el 27 de agosto, Alberto Martín Artajo y Fernando
María Castiella firmaron el Concordato que consolidaba un fuerte Estado
confesional, y cuyo artículo 26 otorgaba a la Iglesia Católica, como en los
tiempos de Isabel II, no sólo la
supervisión de los contenidos educativos sino también la vigilancia de los
centros docentes. A esa escuela llegué
en el curso 1960-61, con siete años de edad.
La
obligada memorización de los himnos franquistas
y la reiterada presencia de lo religioso en nuestra existencia cotidiana
intentaban moldear nuestras mentes infantiles. Crecimos, en aquellos años 60,
con las orientaciones educativas dictadas por la férrea estructura educativa
que impusiera Ibáñez Martín en 1945.
Empero,
le debo a Don Antonio, el maestro de aquella escuela, el que mis padres viesen
conveniente darme estudios. Accedí al instituto en 1963, superada la prueba de ingreso con diez años
de edad. Eran los tiempos de la puesta en práctica de la Ley sobre Ordenación de la Enseñanza Media, de
26 de febrero de 1953. La que establecía dos bachilleratos, el elemental y el
superior, separados por una reválida. Y la que exigía otra reválida tras el
bachillerato superior para acceder al Preu. No guardo muy gratos recuerdos de
mi paso por el antiguo instituto Isaac Peral de Cartagena. Aquellos profesores
y catedráticos aparecían ante nosotros con un autoritarismo que era una
reproducción mimética del inherente al régimen político. Ese carácter tenían
las tediosas y doctrinarias clases de ‘política’, cuya asignatura, la Formación
del Espíritu Nacional [sic], impartía el falangista José Torrano. Pero mentiría si dijera que ninguno me dejó huella. Recuerdo,
con cierta nostalgia, aquellos buenos
apuntes de la historia de la Reconquista de la profesora valenciana María Amparo Ibáñez. Como vienen a mi
memoria, aún con cierta zozobra, los exigentes exámenes de matemáticas
del catedrático Joaquín Dopazo.
El nuevo instituto Isaac Peral lo inauguramos en
1968, año en que España se disponía a abandonar apresuradamente su provincia de
Guinea Ecuatorial. Pero los estudiantes de entonces vivíamos ajenos a casi todo
lo que acontecía a nuestro alrededor. Por lo que no nos enteramos del mayo del
68 francés, y sólo tuvimos vagas referencias de los sucesos de la primavera de
Praga. Años ya finales del régimen franquista, pero con la sempiterna presencia
de la religión católica en el currículum. En ese tiempo, coincidí en el
instituto con el escritor Arturo Pérez
Reverte, que recaló allí tras su expulsión del colegio marista. Un grupo de
estudiantes entusiastas, bajo la supervisión (¡cómo no!) del cura Joaquín Casanova, dábamos vida a
nuestra revista juvenil “Proa”, en cuya redacción ya destacaba la pluma de
Arturo. Años aquellos en que, intentando romper las férreas barreras
impuestas por las rígidas estructuras educativas, Antonio Gil y Gloria Sánchez
Palomero, catedráticos respectivamente de Latín y Griego, nos inculcaron el
gusto por las lenguas clásicas, Chelo
Baíllo trataba de informarnos sobre las desconocidas leyes de Mendel, mientras
que Juan Ros nos adentraba en el
sugerente mundo de la literatura.
Aquellos años me resultan inolvidables. Pero sólo
porque me retrotraen a una época de mi vida que me resulta irrecuperable. Pese a los intentos del régimen, no lograron
dejar totalmente planas nuestras mentes. Pero
lo intentaron. Por eso, cuando oigo las posiciones y principios ¿educativos?
que defiende el ministro de Educación José
Ignacio Wert, un cierto escalofrío
recorre mi cuerpo. No quisiera que, por nada del mundo, volviéramos a aquella
época ni, por supuesto, a aquella escuela.