Derrotado el fascismo por las armas en 1945, creo que las
sociedades occidentales no han valorado en su justa medida la peligrosa
irrupción de la extrema derecha, de nuevo con alardes fascistas. Dicho
esto, hay que considerar que el auge de los extremismos de derecha es un
fenómeno global: tiene que ver con la crisis sistémica del capitalismo
(económica, política, social, medioambiental y, ahora también,
sanitaria), crisis que se manifiesta por procesos de superproducción y
acumulación nunca antes conocidos, paralelos al abandono de la economía
productiva en favor de la economía financiera.
A mayor abundamiento, las
tremendas agresiones medioambientales que genera el modo capitalista de
producción y consumo, las mayores desde el inicio de la Revolución
Industrial a mediados del siglo XVIII, se traducen en el incremento de
las oleadas migratorias desde el sur empobrecido al norte desarrollado,
fenómeno que refuerza los sentimientos ‘identitarios’ de poblaciones que
ven amenazados su estatus y modo de vida por esos flujos migratorios.
En ese contexto, ciertos sectores del capitalismo, y con ellos sus
voceros de la derecha y de la extrema derecha, no tienen empacho alguno
en enfrentar a los desheredados del planeta, que buscan en Occidente una
vida mejor, con los pobres de aquí, a los que las sucesivas crisis y
ahora la pandemia han empobrecido aún más. Desde la crisis del
capitalismo de 2008, estamos asistiendo a un trasvase de las rentas del
trabajo hacia las del capital y a un aumento del desempleo, de los
trabajos precarios y de la marginación social. El neoliberalismo
capitalista, destructor de los antaño vínculos solidarios sociales en
muchos países, ha propiciado, paralelamente, un brutal incremento de la
concentración de la riqueza. Ante ese panorama, en muchos casos,
asistimos a tibias respuestas desde la izquierda.
En lo que toca a nuestro país, a nadie se le escapa el hecho de
que hoy se registra una indisimulada pugna entre la derecha extrema
(Casado y Ayuso) y la extrema derecha (Abascal, Rocío Monasterio, Ortega
Smith) por capitalizar ese amplio espacio reaccionario que goza de
buena salud, pues el franquismo, ‘algo más que sociológico’, pervive, en
buena medida, con la complicidad de la judicatura. Hace unos días, nos
enteramos de que el presidente del Tribunal Supremo (TS) y del Consejo
General del Poder Judicial (CGPJ) ‘advirtió’ al Gobierno, que está a
punto de tramitar en las Cortes la nueva Ley de Memoria Democrática, que
no puede ilegalizar fundaciones franquistas siempre y cuando
(¡pásmense!) con sus actividades no ataquen la dignidad y memoria de las
víctimas del franquismo.
La derecha extrema y la extrema derecha,
incrustadas no sólo en la judicatura, sino también en otros ámbitos como
el Ejército, ciertos medios de comunicación, la Iglesia, etc., han
crecido en un contexto de cierta desidia de la sociedad española por
atajar su crecimiento. Como advertí en mi artículo de LA OPINIÓN de
22/12/2018, como el huevo de la serpiente, la amenaza fascista siempre
la hemos tenido ahí, aunque no le hiciéramos caso. Estaba presente con
las políticas de Arias Navarro, en la matanza de Atocha, con los Guerrilleros de Cristo Rey, con el notario llamado Blas Piñar. Fraga hizo lo imposible por absorberlos; con José María Aznar, el PP continuó
albergando en su seno a cualquier desaprensivo que pululara por ahí con
veleidades fascistas. Así, y pese a que hubo incluso un tiempo en el
llegamos a jactarnos de que España estaba libre de la ultraderecha que
tenía presencia en las instituciones democráticas europeas, el huevo de
la serpiente hibernaba entre nosotros en instituciones como la Iglesia,
la judicatura y el Ejército.
Tras la crisis económica del 2008, la
sentencia del Tribunal Constitucional modificando el Estatuto de
Catalunya en 2010 y la victoria de Rajoy en 2011, hubo alguien que creía
que el PP era lo que luego denominó la ‘derechita cobarde’. Emerge un
vasco, Santiago Abascal, amamantado por Esperanza Aguirre. Funda un
partido a la derecha del PP. El resto es ya conocido. Enfervorizados
hooligans, ilusionados por los cantos de sirena propalados al ondear de
la bandera española en plazas y balcones, y seguidores, a ciegas, de los
discursos de odio, xenofobia y racismo, se hicieron notar. Y como
ocurrió en la Italia de Mussolini o en la Alemania de Hitler, pronto
comprobamos que mucha gente empezó a votar a ese engendro neofascista en
Ayuntamientos y autonomías, hasta el extremo de lograr 52 diputados en
las elecciones de 10N de 2019. Pero pocos quisieron intuir que los
discursos xenófobos, racistas y de odio, más pronto que tarde
producirían sus efectos.
Los ataques racistas y de odio que se están produciendo en la
Región de Murcia en los últimos meses deberían haber despertado la
alarma en el conjunto de la sociedad murciana, cuyo sector más
concienciado sí respondió recientemente con la convocatoria de sendas
concentraciones de protesta en Murcia y Cartagena. Empero, ni que decir
tiene que es vergonzoso el silencio institucional ante hechos tan graves
como los conocidos atentados a sedes de partidos de izquierda y, sobre
todo, a personas; las víctimas de la violencia y odio que hemos ido
conociendo golpean nuestras conciencias: Momoun Koutaibi en coma desde
el 5 de junio por un golpe con una barra de hierro; el también marroquí
Younes Bilal, asesinado el 13 de junio en Mazarrón por un exmilitar
retirado al grito de «moro de mierda»; Lili, una mujer ecuatoriana,
apuñalada por una mujer española en la cola de Cáritas en Cartagena tras
reprocharle que los ‘sudacas’ vinieran a quedarse con su comida.
En
nuestra Región, el huevo de la serpiente ha ido engordando durante años
en una sociedad en la que PP y Cs, pactando con la ultraderecha, han
contribuido a reforzarla y darle carta de naturaleza. Socialmente,
además, se detecta una debilidad del auténtico sentimiento regional
murciano, sustituido por una tenue identidad en torno al tema del agua
(nacionalismo hidráulico, el ‘agua para tosos’), la fuerte presencia de
un ‘nacionalismo españolista’ y una indisimulada catalanofobia. Sumemos a
ello unas muy arraigadas adhesiones históricas a redes clientelares,
forjadas en torno a la ‘política del ladrillo’, y las estructurales
caciquiles, tan bien estudiadas por la tristemente desaparecida
profesora María Teresa Pérez Picazo, quien demostró que esas redes
caciquiles decimonónicas perduraban todavía en Murcia tras la Guerra
Civil, calificando a la murciana como una sociedad con débil conciencia
de clase en sus estratos inferiores y unas élites fuertes e
indiscutidas, en un territorio con fuertes tradiciones católicas. El PP,
hasta hace muy poco hegemónico en la derecha, ha sabido controlar
además prácticamente todo el tejido asociativo (cofradías pasionales,
peñas huertanas, AMPAS, agrupaciones sardineras, etc.), importante nicho
de votos. Pero en los últimos años la situación ha dado un giro a favor
de la ultraderecha. Si en las elecciones generales de 2016 Vox
consiguió en la Región sólo 2.062 votos y el 0,29% de los sufragios, en
las de 2019 obtuvo ya tres escaños, superando en votos y porcentaje al
PP: 27,99 % frente al 26,51 % de este último, respectivamente. Y para
quienes discrepan de que los mensajes xenófobos, racistas y de odio
estén detrás de ese apoyo electoral, un dato: Vox fue la formación
política más votada, con porcentajes que se aproximan o superan el 30%,
en municipios con fuerte presencia de trabajadores inmigrantes como
Torre Pacheco, San Javier, Cartagena, Totana y Lorca. Esta situación
exige de quienes nos sentimos demócratas una reflexión. Porque se ha
pasado de las palabras a los hechos. Y esto no lo puede tolerar una
sociedad que se dice democrática, avanzada, solidaria y civilizada. Se
ha comprobado que la xenofobia y el racismo matan.