No por muy repetida deja de tener
validez la afirmación de que el régimen surgido de la Constitución de 1978
presenta en estos momentos, a casi cuarenta años de su nacimiento, evidentes
síntomas de podredumbre. La realidad se impone a la apariencia. Y la realidad
nos muestra un país a la deriva, con una derecha económica dispuesta a relevar
del Gobierno a quien hasta ahora ha venido representado sus intereses (PP) por
la formación política que algunos han denominado ‘marca blanca’, Ciudadanos (C´s),
pero que, por sus actuaciones y propuestas, está lejos de irrumpir en la
política con ese halo de regeneración democrática que propugnaban. Las
soluciones propuestas desde las formaciones de derechas –hay que decirlo con
claridad- no van a sacar a este país del marasmo y de la desorientación que
presiden los actos de un Gobierno agotado y desautorizado por la corrupción. Y
que, además, se empeña, actuación tras actuación, en constituirse en el
hazmerreír de Europa y de todo el mundo.
Escribo estas líneas a pocos días
del debate de investidura de Puigdemont
por el Parlament de Cataluña, y del ridículo que ha supuesto la desautorización
por el Consejo de Estado al Gobierno para impedirla. Aunque, pese a todo, se
dispone a acudir al Constitucional para, ¡pásmense! recurrir un acto
administrativo (la elección del president) que no se ha producido. El empeño de
Mariano Rajoy en impedir
preventivamente la investidura de Puigdemont está a punto de generar un choque
entre dos de las principales instituciones españolas, el Gobierno y el Tribunal
Constitucional. Y esta misma mañana en que redacto estas líneas la prensa nos
informa del requerimiento hecho al embajador de España en Venezuela para que
abandone el país en un plazo de setenta y dos horas, lo que, de producirse,
incrementará las tensiones con aquella república andina.
Toda esta maraña de enredos
políticos se superpone a la gravísima crisis social que ha conducido a nuestro
país a encabezar los niveles de paro, trabajo precario, pobreza general, e
infantil en particular, etc. Y la corrupción. El régimen del 78 se ha
construido pasando página sobre muchas situaciones del pasado, como la condena
expresa del franquismo (El PP ha venido negándose a ello) y el desprecio a las
reivindicaciones de los familiares de las víctimas del mismo. Y, además, un
entramado de intereses empresariales heredados de ese aciago régimen aún
pervive en esta España del siglo XXI. El excelente reportaje de La Sexta de
hace unos días, ‘La herencia de los Franco: una, grande y suya’, nos puso al
corriente de ello. La España de la posguerra estaba necesitada de obras de
reconstrucción (casas, pantanos, carreteras) y esas obras fueron asignadas al
círculo personal de amigos del dictador como compensación a su ‘ayuda’ para
ganar la guerra civil. Hoy, empresas como OHL, una más del IBEX 35, es heredera
de aquella Huarte y Cía. protegida por la dictadura.
También las Koplovitz forjaron su imperio
empresarial en esa España de la reconstrucción, y hoy FCC ha heredado las
ventajas de aquellas prebendas concedidas. El Palacio del Pardo fue, como hoy
el palco del Santiago Bernabéu, el gran escenario del tráfico de influencias. En
esos momentos, hasta 150 empresas contaban en su consejo de administración con
algún miembro de la familia Franco. Por ello, Cristina Monge, en un artículo en InfoLibre afirma que “deberíamos
desvelar algunas de las piezas clave de la historia empresarial española de los
últimos 50 años y ver cómo una parte de las élites franquistas sigue presente
en algunos de los más influyentes consejos de administración de las grandes
empresas”.
¿Qué he querido dar a entender
con estos precedentes? En primer lugar, que algo del franquismo subsiste en la
sociedad española (franquismo sociológico, pero también económico); y, en
segundo lugar, que la corrupción rampante que, por extendida y según la
apreciación de hace unos días de Jordi
Évole, ha anestesiado al país hunde sus raíces en ese pasado franquista. Eso
explicaría la tolerancia hacia las prácticas corruptas. Ricardo Costa, antiguo número 2 del PP valenciano, que se sabe
cumplía órdenes de su jefe, Francisco
Camps (el de los trajes), abrió el fuego el pasado miércoles en el juicio
de la rama valenciana de la Gürtel con estas declaraciones: “Sí, es cierto que
el PP se financió con dinero negro”. Y no pasó nada. Por primera vez en la
historia judicial española, la financiación de un partido al margen de la ley
ha sido admitida por los contratistas públicos que pagaron gastos electorales,
por los responsables de la empresa (Orange Market) que cobró en negro y con
facturas falsas, y por quien estaba en el ‘puente de mando’ (Ricardo Costa). Y
no pasó nada.
Y si nos trasladamos a nuestra
Región, la corrupción ha estado omnipresente en estos más de 22 años de mandato
ininterrumpido del PP. No hace falta recordar los casos conocidos del desfalco
para las arcas públicas de la desaladora de Escombreras, una concesión
caprichosa de Valcárcel (¿cuándo rendirá cuentas?) a Florentino Pérez, con una cláusula en la que éste exige una
compensación de 600 millones de euros, si, como ahora se ha constatado, la
instalación se muestra inservible, sin olvidar otro desfalco que nos ha estado
costando el dinero, un aeropuerto sin aviones producto del capricho megalómano
del expresidente refugiado en Bruselas. Son sólo dos ejemplos, pero que
evidencian unas prácticas mafiosas extendidas (el affaire Roque Ortiz ha
sido una más) que hunden sus raíces en el pasado franquista. ¿Estamos
legitimados para sospechar que tras estas prácticas, como en el caso
valenciano, puedan detectarse indicios de financiación irregular? Eso lo
dilucidarán los tribunales.
Mientras, se
impone abrir la ventana para que entre aire fresco. La izquierda tiene que
ponerse las pilas. La situación es insostenible.