Según nos recuerda Esther Palomera, en un artículo de
elDiario.es, no es para menos. En el reciente mitin en Marbella de la
campaña electoral andaluza, al que había sido invitada por Vox, la
italiana proclamaba: «O se dice sí o se dice no: sí a la familia
natural, no a los lobbies LGTB; sí a la identidad sexual, no a la
ideología de género; sí a la cultura de la vida, no al abismo de la
muerte; sí a la universalidad de la cruz, no a la violencia islamista;
sí a fronteras seguras, no a la inmigración masiva; sí a la soberanía de
los pueblos, no a los burócratas de Bruselas; sí a nuestra civilización
y no a quienes quieren destruirla».
Empero, y como no podía ser de otra forma, la caverna mediática
española se ha encargado de iniciar un proceso de banalización de unos
resultados electorales con los que la derecha tradicional italiana ha
sido fagocitada por el universo ultra.
Cuando se produce este rápido ascenso de la ultraderecha
neofascista cabe atribuir el hecho a causas diversas. Conocida la
persistente inestabilidad ministerial en Italia, es fácil colegir que
ello lleva al hastío de una ciudadanía que observa cómo el mando real
del país cada vez tiene menos que ver con lo expresado en las urnas.
Baste recordar que, desde que en 2008 Berlusconi ganó las elecciones y
comenzó su tercera gestión al frente del Ejecutivo, el país ha tenido al
frente del Consejo de Ministros a políticos tecnócratas, como Mario
Monti o Mario Draghi, que nunca ganaron unas elecciones.
Se ha producido, por ello, un desplome de la participación en un
país donde el acudir a votar se consideraba no sólo un derecho sino
también un deber cívico: en las pasadas elecciones participó el 64% del
electorado, nueve puntos menos que en 2018, lo que evidencia ese
desinterés creciente de la ciudadanía por la política, perceptible desde
1979.
A mayor abundamiento, sumemos a ello la desnaturalización de la
izquierda tradicional. Conocidos los distintos cambios que experimentó
la socialdemocracia italiana, desde sus orígenes marxistas iniciales
hasta su identificación con las recetas neoliberales que han conducido
al Partido Socialista italiano a su irrelevancia en la escena política,
notable ha sido también la desaparición del histórico Partido Comunista
de Italia (PCI), que durante la II Guerra Mundial y la Guerra Fría tuvo
un indudable protagonismo; por su influencia social y longevidad la
‘marea roja italiana’ fue considerada la más importante de la Europa
Occidental, y sólo las presiones de EEUU a través de la CIA impidieron
que se consolidara un Gobierno de coalición PCI-Democracia Cristiana (el
‘compromiso histórico’ de Enrico Berlinguer, impulsor junto a Marchais y
Carrillo del eurocomunismo), sobre todo a partir del secuestro y
asesinato del democristiano Aldo Moro en 1978.
La descomposición de la URSS en 1991 afectó al PCI, que se
escindió en el Partido Democrático de la Izquierda (PDS, hoy PD) y el
Partido de Refundación Comunista (PCR). Hoy, los herederos del PCI, que
logró tener una potente estructura que en parte ha perdurado hasta la
actualidad en regiones como la Toscana, Emilia Romaña o Umbría, siguen
divididos. Segunda conclusión, pues: amplias capas populares de Italia,
incluyendo a la juventud azotada por el paro y la falta de perspectivas,
han quedado huérfanas de apoyos por parte de la izquierda, razón que
explica que la derecha haya ‘barrido’ en las regiones industriales del
Norte, muchos de cuyos ayuntamientos estuvieron en décadas pasadas en
manos de aquélla.
Y un tercer dato: la falta de proporcionalidad en el sistema
electoral y la desunión del centro izquierda, al no unirse el PD con el
reformado movimiento Cinco Estrellas (M5S) ha conducido a que, hoy, la
fuerza dominante sea la de Fratelli d’Italia, excepto en el Sur, donde
M5S mantiene su predominio. No obstante, la propaganda mediática que
trata de presentarnos una Italia caída en brazos del fascismo oculta una
realidad: la persistencia de un importante polo de referencia de
fuerzas de centroizquierda en el país. Para demostrarlo, unos datos: el
Movimiento Cinco Estrellas y las fuerzas de centroizquierda nucleadas en
torno al Partido Democrático han obtenido un total de 11, 7 millones de
votos, mientras que el bloque de la derecha y la extrema derecha, al
que algunos, eufemísticamente, califican de centro derecha (!), ha
obtenido algo más de 12 millones. En la medida que el centrista Tercer
Polo (de quien nadie habla) ha obtenido casi 2,2 millones de votos,
hagamos números: una coalición tripartita entre el PD, el M5S y este
último partido estaba en condiciones claras de disputar el triunfo
electoral a las derechas.
Pese a la preocupante situación que ha supuesto el avance del
fascismo en la tercera economía de la zona euro, hay quienes se aprestan
a normalizar el fenómeno. En opinión del politólogo neerlandés Cas
Mudde, de la Universidad norteamericana de Georgia, se ha hipervalorado
la victoria de Meloni, pero se olvidan las derrotas recientes de la
ultraderecha en Francia, Alemania, Noruega y Eslovenia, por poner
algunos ejemplos.
Y en relación con la política exterior italiana a partir de
ahora, Mudde opina que, como Polonia y Hungría, Italia depende en gran
medida de la financiación europea, especialmente tras la Covid 19, por
lo que, según él, es posible que Meloni se alinee con Polonia en el
Consejo Europeo, lo que hará a Varsovia menos dependiente de Viktor
Orban, primer ministro húngaro.
Según este politólogo, hay buenas razones para confiar en que el
nuevo Gobierno italiano no sea un actor especialmente relevante en la
política europea, pues Meloni, por su inexperiencia política, va a
depender de políticos con ‘egos enormes’, ávidos de ser centro de
atención y del poder. Concluye, además, que las elecciones italianas han
sido ‘normales’, en el sentido de que los partidos de extrema derecha y
sus ideas llevan al menos dos décadas formando parte de la política
europea.
En contra de la opinión de Mudde, considero sin embargo que lo
ocurrido en Italia es un aviso a navegantes. Creo no equivocarme mucho
si recuerdo que, desde los mismos inicios de la legislatura, hay una
persistente labor de zapa, acoso y derribo del PP contra la actuación
del Gobierno de Pedro Sánchez, tendente a un rápido cambio en la
Moncloa. Y para ello el PP necesita a Vox, liderado por Abascal, un
émulo de Meloni.
Más claro: España no está libre de lo que ha pasado en Italia,
pero coincido con el articulista Javier Gallego en que no todo está
perdido. Considera que, como he demostrado arriba con datos electorales,
«los resultados engañan si no se miran con lupa, pues Italia no se ha
hecho fascista». Nos recuerda que «el sistema italiano favorece las
coaliciones» y que «si el centro izquierda se hubiera unido podría haber
disputado la victoria. La izquierda europea y española deberían
aprender la lección. Las divisiones restan, la suma multiplica».
Concluye que «es un deber del progresismo dar respuesta a las
necesidades materiales de la gente, a las angustias de la ciudadanía.
Dejar de perderse en debates internos, atender a los problemas externos,
escuchar a la calle», advirtiendo, no obstante, que, como relata la
película Novecento, de Bertolucci, «por supuesto, tendrá siempre
enfrente al capital que tratará de evitar cualquier transformación».