Mi licenciatura del servicio
militar coincidió, con escasos días de margen, con el primer mitin que en
libertad organizó el PCE en el Parque de Torres de Cartagena en los días
previos a las primeras elecciones a Cortes constituyentes, celebradas el 15 de
junio de 1977. Recuerdo que, aún con mi cabeza semirrapada –exigencias de la
mili de aquellos tiempos-, acudí a esa fiesta democrática. En las gradas del
auditorio del Castillo de los Patos, miles de banderas rojas, con la enseña del
partido, eran agitadas por gentes entusiastas que esperaban, aun con la
incertidumbre del momento, que la formación política que había tenido más
protagonismo en la clandestinidad para traer la democracia a España tuviera una
representación en aquellas primeras Cortes acorde con el peso político que
había demostrado, tanto en el exilio como en el trabajo clandestino en el
interior.
Las urnas hablaron. Y la
izquierda, fragmentada, no obtuvo la representación que se esperaba. Y aunque,
paralelamente a los debates constitucionales, la postura de muchas fuerzas de
izquierda era claramente rupturista, pronto muchos advertimos que aquella
Transición se convertía en una transacción. Quien más cedió fue la izquierda,
que hubo de abandonar señas de identidad como la reivindicación republicana.
Pero, además, aquel régimen de la Transición supuso la intangibilidad de la
estructura económica vigente en el franquismo, para lo que era imprescindible
diseñar un marco de relaciones democráticas con algunas carencias que aún hoy
se arrastran.
En efecto, con el pretexto de
la crisis económica, aquella frágil democracia española está dando síntomas
alarmantes de caminar hacia una estructura de Estado cuasi policial. La
intolerable criminalización que, con ocasión de esa crisis –un pretexto más para desmantelar gradualmente
la democracia y el bienestar social en nuestro país- se ha dirigido en primer
lugar hacia las cúpulas sindicales, luego a los liberados, para continuar con
los funcionarios y, al día de hoy, con los movimientos sociales, tiene un
objetivo claro: desarmar cualquier atisbo de contestación social. La vergonzosa
represión de los recientes –y
crecientes- episodios de protesta social
es un síntoma preocupante, en la medida en que parece renacer ese franquismo
residual que nunca nos abandonó del todo. La reciente propuesta de la delegada
del Gobierno en Madrid, Cristina
Cifuentes, de ‘modular’ [sic] las protestas -lo que se concreta en el
propósito del Gobierno de dar luz verde a una ley que nos convierte a todas las
personas en potenciales sospechosos- y la afirmación de Marcelino Oreja de que la transmisión televisiva de las
manifestaciones ciudadanas no hace sino alentar éstas son hechos que nos
retrotraen, inevitablemente, a épocas que creíamos superadas. Y en ese marco, la
razón por la que la desproporcionada acción policial del 25S y días siguientes
no ha cristalizado en una protesta más contundente y generalizada tiene que ver
no sólo con el miedo que se ha inculcado a amplios sectores de la población,
sino también con la escasa raigambre de una auténtica democracia en nuestro
país. La democracia renquea cuando el Estado es incapaz de garantizar una
vivienda para todos (artículo 47 de la Constitución), con expedientes de
desahucio que llevan a la desesperación a personas como nuestro paisano José Coy -en huelga de hambre en el
momento de redactar estas líneas-; cuando el derecho al trabajo (artículo 35)
es pisoteado sistemáticamente; cuando no se establece un sistema tributario
justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad (art. 31); cuando
se viola gravemente el derecho de manifestación (artículo 21), alegando razones
de desórdenes públicos que sólo están presentes en las mentes enfermizas de
quienes tratan de coartar esos derechos fundamentales… Ante tal estado de
cosas, las reivindicaciones secesionistas del nacionalismo burgués defendido
por Artur Más, profusa y
machaconamente repetidas por los mass media, suenan a cortina de humo para
esconder problemas más graves.
Hubo un tiempo en que algunos exigíamos
el cumplimiento estricto de esta Constitución, aunque no terminaba de convencernos
del todo. Hoy, la evidente fractura entre unos gobernantes que obvian hacer
efectiva esa Constitución y el resto de la población hace necesario caminar
hacia un proceso neoconstituyente que devuelva a la ciudadanía el protagonismo que durante estos años se le ha venido hurtando. Hay foros varios y
colectivos sociales y políticos que vienen demandándolo. De todos y todas
depende que sea algo más que un desiderátum.
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